Los pueblos de América Latina, excepto Haití que lo hizo en 1804, proclamaban sus independencias en la segunda y tercera décadas del siglo XIX, y el nuestro hizo el intento de ello el primero de diciembre de 1821, bajo las orientaciones del intelectual José Núñez de Cáceres.
Dada la decadencia de la colonia y el descuido de ella por parte de España, resultó fácil a Núñez de Cáceres declarar el surgimiento del Estado Independiente Haití-Español. Tuvo la aspiración de ser apoyado por el general Simón Bolívar y formar alianza con la Gran Colombia.
Pero no fue así, Bolívar ignoró la solicitud. El proyecto se vio carente de condiciones objetivas para cuajar como un Estado viable, lo cual fue aprovechado por el gobierno haitiano para ocupar nuestro territorio y someterlo a su dominación absoluta, que incluía tributos considerables para reunir los fondos requeridos por Haití para solventar un compromiso con Francia a cambio de su independencia y de la libertad de los negros esclavos que dirigieron la guerra.
Entonces se sintió con intensidad para nosotros la fatídica secuela de compartir una isla con otra nación diferente en aspectos fundamentales. La nación haitiana se compone en 95 por ciento de negros puros. Ellos son de africanía plena, nosotros de africanía mixturada con españolidad.
Los dominicanos somos un 75 por ciento de mulatos y el resto de los negros y blancos. Pero la diferencia entre ambos pueblos no estriba en el color de la piel, a fin de cuentas, los mulatos somos negros mezclados. Además, vale recordar lo que bien ha dicho Federico Henríquez Gratereaux, pensador dominicano contemporáneo: “Lo que determina y define la identidad no es la raza, el color de la piel; es la cultura, la lengua, las costumbres”.
Digan ustedes si estoy en lo cierto al afirmar que chinos, japoneses y coreanos guardan similitudes fisonómicas comunes a las etnias asiáticas, pero tienen diferencias profundas que comienzan con las lenguas que hablan y las costumbres que practican. Es decir, esos tres grupos se diferencian por la cultura, aunque alguno de nosotros se refiera a cualquiera de ellos como “un chinito”, como le decían en Perú al japonés Alberto Fujimori.
La creación de una colonia francesa en el oeste de la isla de Santo Domingo (Tratado de Ryswiick, 1697) originó una nación culturalmente diferente a la que habitaba en la parte oriental. La hegemonía en el Caribe de las potencias marítimas europeas produjo un influjo pernicioso que determinó que República Dominicana deba compartir la casa con un vecino de escasa vocación para el orden, la limpieza y la buena vecindad.
rafaelperaltar@gmail.com
(El autor es periodista y escritor residente en Santo Domingo, República Dominicana).
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