Por José Alejandro Vargas
La Ley 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los procedimientos constitucionales, constituye la concreción de diversas disposiciones constitucionales, de manera tal que la lectura de sus disposiciones ha de realizarse a partir de los derechos, principios y valores constitucionales (como contenido material de la Carta Sustantiva). Esta ley establece en su artículo 2 que su finalidad es la de “regular la organización del Tribunal Constitucional y el ejercicio de la justicia constitucional para garantizar la supremacía y defensa de las normas y principios constitucionales y del Derecho Internacional vigente en la República, su uniforme interpretación y aplicación, así como los derechos y libertades fundamentales consagrados en la Constitución o en los instrumentos internacionales de derechos humanos aplicables”.
En ese sentido la referida norma concretiza y desarrolla la justicia constitucional creada por el artículo 184 de la Carta Magna, dando a las disposiciones constitucionales, en función de los procedimientos que regula, contenido propio y a la vez conforme con los valores y principios constitucionales. En esta función la Ley 137-11, considerada como marco específico del derecho procesal constitucional dominicano actual, adapta los intereses privados al carácter público que tienen los procedimientos constitucionales.
Es por estas características que principios procesales ordinarios (como el de justicia rogada o la presencia de las partes, para citar dos casos) quedan supeditados al logro de los fines del proceso constitucional, lo que le permite al juez constitucional ir más allá del petitorio formal para construir y brindar adecuada tutela a los derechos vulnerados. En otras palabras, esta concreción o concretización de la que se habla permite al Tribunal Constitucional precisar o armonizar el contenido de derechos fundamentales, para favorecerlos, de manera que disposiciones de carácter general o amplio se precisan y concretizan a partir de los casos resueltos por la justicia y, sobre todo, por la jurisdicción constitucional.
El derecho procesal constitucional adquiere caracteres propios, en tanto queda singularizado del derecho procesal general, por lo que, sin apartarse de la teoría general del proceso, actúa para precisar el contenido material y finalista de la Carta Sustantiva. Se trata, según nos señala César Landa, de un derecho cuya naturaleza y finalidades le confieren autonomía procesal, en el sentido de que se erige como instrumento de realización de valores y principios constitucionales, evitando formalismos procesales y subordinando el ordenamiento al contenido material de la Constitución, dentro de una concepción valorativa.
En consecuencia, el derecho procesal constitucional es un instrumento cuya finalidad es la de ordenar los procedimientos constitucionales y el rol de la jurisdicción constitucional, a fines de evitar vulneraciones de derechos fundamentales. En este contexto, la jurisdicción constitucional ejerce las competencias que le atribuyen la Constitución y la ley sin deducir competencias accesorias a partir de las funciones genéricas que le fueren asignadas.
Conviene aclarar, pues, que el principio de autonomía procesal es la fórmula que permitiría al Tribunal Constitucional llenar vacíos o lagunas jurídicas atendiendo sobre todo a principios tales como los de efectividad y oficiosidad (Ley 137-11, artículo 7 numerales 4 y 11, respectivamente). Cabe hablar, por tanto, de la configuración jurisdiccional autónoma del proceso, en los términos de Patrón Rodríguez, cuyo grado extremo radicará en que, para el Tribunal Constitucional, la única limitación a sus atribuciones es que el accionante plantee su pretensión, a partir de la cual le es posible configurar el procedimiento y aplicar la solución.
Según lo visto, en casos concretos la aplicación del principio de autonomía procesal refleja su relación con las lagunas normativas, de manera clara y textual, pero también de otros tipos de situaciones que aparecen como de perfeccionamiento o adecuación de la norma que remiten a los llamados “casos difíciles.” Por lo general, el término “laguna” de Derecho es referencia a omisiones o vacíos que se dejó de poner en algo o que ocurrió por el transcurso del tiempo u otra causa. O sea, una laguna jurídica significará que, dado un caso determinado, no existe una solución normativa prevista, falta una norma para resolver algo. Ese es el sentido, lo que permite hablar de laguna “legislativa”, laguna “jurídica” o laguna “de Derecho”. Este es el contexto cubierto por Bobbio al sostener que existe laguna “… cuando en un determinado ordenamiento jurídico falta una regla a la cual el juez pueda referirse para resolver una determinada controversia”.
La doctrina así explicitada se opone a la teoría de la integridad del orden jurídico, principio según el cual el ordenamiento jurídico es completo y ofrece al juez las soluciones para los casos que se le planteen. Otras teorías, que no viene al caso considerar más ampliamente aquí, niegan la existencia de lagunas de Derecho lo cual es incongruente con la realidad jurídica, pues es evidente que en la práctica jurisdiccional surgen imprevistos que requieren de respuesta concreta, no especificada o explicitada en el ordenamiento jurídico, pero que el juez está llamado a resolver, supliendo la ausencia de regulación, respecto a la controversia planteada.
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(El autor es juez del Tribunal Constitucional, residente en Santo Domingo, República Dominicana).