Por Lilliam Fondeur
Los amigos, el único soporte con el que contó Conde Olmos lo van a buscar a su casa y en una ambulancia de la Cruz Roja, gracias a sus amistades, lo trasladan al hospital Moscoso Puello donde les aseguran trabaja un excelente equipo de Endocrinología. Con ilusión, mueven sus relaciones para lograr que lo reciban.
Al tercer día en ese lugar, Conde estaba tirado como un perro sin dueño en una emergencia llena de moribundos. Sucio, con una mirada de niño hambriento, desesperado, desolado, estaba perdiendo la noción del tiempo y de la realidad.
«No hay camas disponibles en el hospital, y Endocrinología no viene a emergencia, lo pueden ver en sala o en consulta. Es todo lo que podemos hacer», refiere la médica a cargo; una residente que ha tenido que poner su alma en pausa para sobrevivir, convivir con la muerte requiere de estrategias. Quería hacerlo, pero no tenía recursos.
Ante la apatía del hospital, el equipo de amigos decide rescatar a Conde y llevarlo al Instituto Nacional de la Diabetes, INDEN, un hospital recomendado y que, por sus características, está llamado a ayudar, no a desayudar. Sin perder tiempo recurren a contactar una ambulancia. Eli Heiliger acompaña a Conde, una forma de sostenerlo. «No te voy a dejar morir solo, querido amigo» es su consigna.
La doctora de Emergencia inicia una retahíla de preguntas en tono acelerado y grosero a un paciente somnoliento y desorientado como si le importunara su presencia. ¡A un moribundo no se le habla así!.
Luego de realizar algunas analíticas, pagadas porque no reciben el seguro de SENASA subsidiado, la neuróloga, sin evaluarlo, por teléfono, decide rebotarlo, porque no tiene criterios de ingreso.
En el estacionamiento del INDEN presencié la escena más triste y desgarradora del mundo: Eli y Vianco desolados, desconsolados. Son el rostro de la desesperanza, la peor cara de la impotencia. Cada uno respondía como podía, pero se le acabaron las palabras. No querían que Conde se les muriera en las manos, pero no tenían casi nada que hacer. Solo callar y acatar. ¡Cuánta impotencia! Ese momento fue eterno. Respirar pesaba. Dolía. Estuve ahí y lo tengo grabado en el pecho.
Como una tabla de salvación, el doctor Fulgencio Severino da órdenes de ingresarlo en el Hospital Salvador B. Gautier.
El tránsito del INDEN al Hospital Gautier tomó tiempo. Fue un viaje feliz. Conde aun sonreía, reñía, bromeaba. Estábamos contentos, soñamos, confiamos que la esperanza, por fin, iba a suceder. Fue un momento luminoso en medio de la oscuridad. La alegría previa a la muerte.
En el hospital Gautier, Conde recibió atenciones del director de cardiología, doctor Severino, a título personal. Endocrinología no lo asumió. Los departamentos de salud se manejan como islas.
El sistema de salud, tal como dijo Vianco en su panegírico, huele a orina. El sistema le falló a Conde y cada día le falla a toda la nación. Hoy, todos somos Conde y todos somos pateados por el sistema de salud. Sea cual sea el desenlace que el destino guardaba, a Conde lo mató la apatía.
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