Por José Alejandro Vargas
La visión aristotélica de que el fin de la vida es el placer, adquiere una nueva dimensión con la proclamación de la “feliz Constitución” de Inglaterra, de 1689, y la norteamericana de 1787, que constitucionalizan el derecho a la búsqueda de la felicidad.
Tan acendradas perspectivas esperanzadoras se forjó el legislador democrático con la creación del Tribunal Constitucional que, del cumplimiento del artículo 63 numeral 13 de la Carta Sustantiva, reforma 2010, concibió ese órgano prácticamente como depositario, a fin de que asumiera el protagonismo en la formación de ciudadanas y ciudadanos conscientes de sus derechos y deberes, y lograr la concreción del precepto constitucional que dispone que “en todas las instituciones de educación pública y privada serán obligatorias la instrucción en la formación social y cívica, la enseñanza de la Constitución, de los derechos y garantías fundamentales, de los valores patrios y de los principios de convivencia pacífica”.
Tal interpretación es cónsona con el enunciado prescriptivo del artículo 35 de la Ley No. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los procedimientos constitucionales, que señala lo siguiente: “Promoción de Estudios Constitucionales. En el cumplimiento de sus objetivos, el Tribunal Constitucional podrá apoyarse en las universidades, centros técnicos y académicos de investigación, así como promover iniciativas de estudios relativas al derecho constitucional y a los derechos fundamentales”. A tal efecto, el parlamento le otorgó facultades reglamentarias a esta alta corte para procurar las iniciativas necesarias que impulsen la eficacia de esa disposición, y es, al amparo de ello, que el órgano de jurisdicción constitucional instituyó el Centro de Estudios Constitucionales, cuya estrategia metodológica ha permitido que la constitución llegue al seno de la ciudadanía.
Dentro del flujograma trazado para cumplir con ese propósito el TC ha diseñado diversas políticas, entre las que cuenta aquella de promover, cada año, específicos valores y principios, derechos y deberes fundamentales, como se hiciera en 2019, cuando el Tribunal Constitucional adoptó el lema “Constitución y felicidad”, ocasión en la que el magistrado presidente de esa alta corte, Milton Ray Guevara, definiera la Carta Sustantiva “como un instrumento de búsqueda de felicidad”, que contiene las prerrogativas jerárquicas que fundamentan el bienestar, y nos enseña que la prosperidad no es un medio sino una meta a cuyo alcance se obliga la propia constitución, con la finalidad de que cada ciudadano concretice su objetivo primordial: ser feliz. Pues, a resumida cuenta, la felicidad es el deleite del espíritu que festeja la realización de la naturaleza social y bondadosa del ser humano.
Esa sensación de deleite espiritual la experimentaron los ingleses hace más de dos siglos, cuando en su Constitución reconocieron al individuo como sujeto de derechos de libertad e instituyeron una instancia de administración de justicia independiente de la monarquía y del parlamento, lo que motivó que su norma de organización política y jurídica fuera bautizada con el nombre de “Feliz Constitución”, término abrazado por el filósofo John Locke, un ideólogo de la ilustración, para quien “el fin de la política-el mismo que el de la filosofía- es la búsqueda de una felicidad que reside en la paz, la armonía y la seguridad. Así, no hay felicidad sin garantías políticas, y no hay política que no deba tender a desarrollar una felicidad razonable”.
En ese contexto, Locke es de criterio que la búsqueda de la felicidad es un derecho fundamental, no un simple anhelo, sino una prerrogativa que, por su trascendencia en la existencia del ser humano, debe ser satisfecha por los poderes públicos. Fue este el pensamiento que cimentó el acta de independencia conocida como la Declaración de Derechos del buen pueblo de Virginia, una de las 13 colonias que se separaron de la monarquía británica, el 12 de junio 1776, y que luego se convertiría en el documento fundacional de Estados Unidos, donde se dejaba resueltamente consignado: “Que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos, de los que, cuando entran en estado de sociedad, no pueden privar o desposeer a su posteridad por ningún pacto, a saber: el goce de la vida y de la libertad, con los medios de adquirir y poseer la propiedad y de buscar y obtener la felicidad y la seguridad”, En este sentido la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, proclamada en Francia, alentó también el propósito de que los principios que la inspiraban contribuyeran siempre “a mantener la Constitución y la felicidad de todos”
La visión aristotélica de que el fin de la vida es el placer, adquiere una nueva dimensión con la proclamación de la “feliz Constitución” de Inglaterra, de 1689, y la norteamericana de 1787, que constitucionalizan el derecho a la búsqueda de la felicidad, señalando esta última, que “todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; y que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…”. “La felicidad se logra-dice Ray Guevara-cuando gobernantes y gobernados respetan un proyecto de nación y la ruta institucional para este propósito”.
Aunque la palabra felicidad no aparece literalmente expresa en la Constitución dominicana, es evidente que el respeto a los derechos fundamentales y el cumplimiento de las garantías contenidas en este documento supremo, constituyen un mandato constitucional irrestricto que obliga al Estado a implementar cuantas acciones y políticas públicas sean necesarias, a fin de lograr una ciudadanía feliz.
(El autor es juez del Tribunal Constitucional, residente en Santo Domingo, República Dominicana).
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