Atravesando caminos enturbiados de lodo y maleza. De pimienta y jengibres de yuca y bananos, se lanza Francis Díaz, morral al hombro, sobre un desvencijado motor de los años 70.
La cuesta se hace larga y el motor resbala sobre la alfombra de rocío. Ya no le alcanzan las fuerzas para andar descubriendo los recodos escondidos de los campos profundos y olvidados de la República Dominicana.
Allá, donde habita el silencio mordido por un canto de gallo y cacareos de gallinas, «un piar» de niños en «piquitos». También se escucha el aliento de viejos moribundos y olvidados en la más atroz indiferencia de gobiernos indolentes.
Mueren allí, los viejos nonagenarios abandonados a su suerte y a sus «fuerzas» por hijos que emigraron a las ciudades cansados de trabajar la tierra. Francis junto a su equipo de colaboradores intenta «amainar» un poco la incertidumbre de las montañas.
La lluvia se cuela por los techos de hojas de cana y metales oxidados. Llueve tanto afuera como adentro mientras el agua se mezcla con el piso de tierra negra, expulsando olores cerrados y preñados de café y tabaco.
Desdentados, pero sonrientes, los campesinos reciben a Francis con una sonrisa abierta y sincera y alegre porque, ellos «son otra gente» dulce y sólida como los troncos de caoba que los rodean. La visita trae provisiones recolectadas por generosas almas que participan desde la distancia a través de los programas que Francis emite en YouTube.
En el fondo siempre está lo verde y rico de un campo sano. Ajeno a fieras y depredadores que acechan. Un paraíso posible, que quedó encerrado en una isla del Caribe, fuera de las entrañas misteriosas del continente.
La ropa gastada se va tornando gris en la levedad de una tela que se hace transparente ante el sudor del campesino. Una soga sostiene el pantalón que también muestra un afilado machete. Instrumento imprescindible para abrir la tierra y parir con ella.
El conuco florece lentamente mientras el campesino espera con paciencia contemplando estrellas en noches oscuras, azabache. A un lado, los ranchos parecen caerse atraídos por la gravedad mientras de su interior brotan «otras iluminaciones» provocadas por velas de cera y eucaliptos.
Al silencio de la noche se le escucha un murmullo que salta tímido de piedra en piedra, de hoja en hoja. Son los ecos de dos viejos acostados sobre trapos y maderas de cuaba. Se consuelan mientras evocan sueños pasados y la ausencia de hijos perdidos.
Sin embargo, la mañana trae un amor que inmoviliza los desconsuelos de la noche anterior. Los frutos pintan de colores la grisácea tristeza de la soledad y los animales corren jubilosos en una libertad desmedida ante tanta tierra infinita y florida.
El olor del campo ataja y penetra, provocando adicción. Nadie es más feliz desde tanta simpleza. Sus rostros no proyectan el vacío que llevan dentro. Un vacío que muchos quisiéramos tener ante la riqueza invisible que tienen.
No saben cuanto daríamos por revolcarnos en el barro y ensuciarnos libremente sin necesidad de apariencias. Por gozar de esas paredes rotas y dormir entre las goteras del aguacero.
Por tocar la tierra y meter las manos profundo, buscando batatas y yucas… bañarnos en la corriente del río y las cascadas que tímidas bajan de la loma.
No sé si agradecer a Francis por los regalos que nos dan sus programas maravillosos o quejarme por lo desdichado que me ha mostrado que soy al vivir en una ciudad moderna donde el estrés nunca termina.
Por mostrarme la pobreza de los políticos que no hacen nada por brindar «alguna cosa» a estos ciudadanos olvidados. Un mejor rancho, servicio eléctrico, prevención y cuidados médicos, asistencia social a la vejez, caminos asfaltados y todo lo que le hace más llevadera la vida al ser humano.
Igual te agradezco, Francis y a tus hermanos y toda tu familia, porque viendo a toda esa gente entiendo lo que soy y de donde vengo y cuál es mi esencia y mi verdadero hogar. Gracias por ayudar a toda esa gente y compartirnos tanta riqueza desde la más mísera de las miserias. ¡Salud!, Mínimo Camponero.
Aquí les dejo un capítulo de uno de sus programas.
massmaximo@hotmail.com
(El autor es artista plástico dominicano residente en West Palm Beach, EEUU).