Por José Alejandro Vargas
Las medidas de coerción, definidas como instrumentos procesales que se imponen durante el curso de un proceso penal con el objeto de restringir el ejercicio de los derechos personales o patrimoniales del imputado, a fin de garantizar la celebración del juicio y el posterior cumplimiento de la sentencia ulterior definitiva que pudiera intervenir, si fuera condenatoria, deberán aplicarse respetando los principios que las rigen. Para el juez Sergio García Ramírez, estas medidas, sobre todo, la detención, deben organizarse conforme a los criterios de razonabilidad, necesidad y proporcionalidad, sin perder de vista el carácter excepcional que debiera tener, en el orden jurídico de una sociedad democrática, cualquier restricción precautoria de derechos.
Sostiene también ese distinguido magistrado de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) que, si la afectación de un derecho debe ser consecuencia de una infracción prevista en la ley, y la responsabilidad de la persona es estrictamente individual, los medios de coerción deben fundarse, consecuentemente, en la realización de conductas proscritas por la norma general, esto es, en consideraciones individuales que establezcan el nexo claro y probado entre el sujeto infractor y la medida restrictiva de los derechos de éste.
La justicia procesal penal actual, dejando atrás el modelo inquisitorial anterior a través del proceso de constitucionalización y la creación del Estado Social y de Derecho, establece como estado primordial de la persona el denominado Estatuto de libertad, en virtud del cual toda persona debe permanecer libre, salvo presupuestos suficientes que lo incriminen (o, de otra forma, impliquen) en la realización de un ilícito penal; sin embargo, a pesar de ser el ideal de todos los Estados de Derecho, el estatuto de libertad tiene que ser limitado o restringido en ocasión del proceso penal, cuando las circunstancias del caso lo exijan, de modo que la restricción de la libertad personal, derecho fundamental de primera generación, solo puede justificarse en términos de peligro procesal o afectación social.
El Derecho a la libertad aparece en el origen mismo del Estado de Derecho, sus antecedentes más remotos le hacen aparecer en declaraciones de derechos, no obstante, el Estatuto de la Libertad solo vino a ser reconocido por sus características modernas cuando surgieron los llamados derechos “civiles” y derechos “políticos”, también denominados “libertades clásicas”, emanadas de las primeras exigencias que formuló el pueblo en la Asamblea Nacional durante la Revolución Francesa de 1789.
En nuestro país el derecho de libertad estuvo reconocido desde que fue proclamada el 6 de noviembre de 1844, la Constitución que organiza en Estado la nación dominicana, que dispone, en su artículo 14, que “los dominicanos nacen y permanecen libres e iguales en derecho”, consagrando el derecho a la libertad como el bien más preciado de la persona humana. Ha sido consagrado por la Resolución de la Suprema Corte de Justicia No.1920, de fecha 13 de noviembre del 2003, que reconoció y asumió ciertos principios fundamentales y sancionó el debido proceso en la materia penal, disponiendo su aplicación en todos los tribunales del país a inicios del año 2004, antes de ponerse en vigencia el actual Código Procesal Penal.
Su relación con las medidas de coerción aparece nítidamente en el Art.15 del Código Procesal Penal que establece, “Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad personales. Las medidas de coerción, restrictivas de la libertad personal o de otros derechos, tienen carácter excepcional y su aplicación debe ser proporcional al peligro que trata de resguardar. Toda persona que se encuentre privada de su libertad o amenazada de ello, de manera arbitraria o irrazonable tiene derecho a recurrir ante cualquier juez o tribunal a fin de que éste conozca y decida sobre la legalidad de tal privación o amenaza, en los términos que lo establece el Código Procesal Penal Dominicano”.
Los principios jurídicos relativos a las medidas de coerción determinan el necesario equilibrio entre el objeto o propósito del proceso penal y la vigencia de los derechos fundamentales. Pero no como mecanismo de evitación de la condena, sino como forma de evitar el resurgimiento del teatro de los castigos de que hablaba Focault en términos de “estética razonable de la pena”. En otras palabras, el proceso penal democrático prescinde de la ejecución escénica de la representación de sanciones penales, cuyo merecimiento es, precisamente, lo que trata de demostrar el proceso; es decir, las medidas de coerción penales responden a un propósito de justicia y control, a una realidad de cálculo entre la infracción penal y su evitación, pero no de venganza, por lo que el proceso habrá de limitar las intervenciones sobre la libertad, entre otros bienes jurídicos, siguiendo reglas necesariamente estrictas que permitan si no proscribir, al menos asumir proscritas las formas de aplicación arbitraria de la ley.
Para lograrlo funcionan de manera óptima los principios, citados por oposición a las reglas: éstas son normas “inmediatamente descriptivas, primariamente prescriptivas y con pretensión de decidibilidad y comprensión” (Humberto Ávila), para cuya aplicación se exige valorar la correspondencia entre la finalidad que les da soporte o los principios axiológicos que las guían, para conformar una construcción conceptual de la norma aplicable a la reconstrucción de los hechos. De otro lado, los principios se ha hecho usual considerarlos como “mandatos de optimización” esto es, podría decirse que son mecanismos de mejoramiento de las normas, al proponer la realización de algo en la mayor medida posible, de acuerdo con las posibilidades jurídicas y de hecho.
En cuanto concierne directamente a la consagración y evolución de la presunción de inocencia en nuestro ordenamiento jurídico, lo cierto es que, en síntesis, fue concebida y explicada desde la reforma procesal penal de 2002, ocasión en la que se presenta como un elemento procesal que pronto encontraría cabida constitucional expresa. Siguiendo sus fundamentos en el derecho penal y procesal penal democráticos, la reforma de nuestro ordenamiento procesal penal conllevó importantizar el principio o estado de presunción de inocencia como pilar de un sistema judicial que proteja a las personas de la arbitrariedad y el despotismo que a veces caracterizan las actuaciones de algunas autoridades penales, que exponen de ese modo al peligro el derecho a la libertad del ciudadano.
vargasjuez@hotmail.com
(El autor es juez del Tribunal Constitucional, residente en Santo Domingo, República Dominicana).