Luis Mayobanex Rodríguez
Para entender el título de este artículo, hay que irse a la historia de las elecciones de medio término en EE. UU. y a un presente marcado por una aguda problemática económica, por la inseguridad ciudadana y un mandatario con una alta tasa de rechazo.
Desde la implementación de las elecciones intermedias (1898), la norma ha sido que el partido del Presidente pierde las elecciones intermedias. Algunos estudios registran que desde la administración de Harry Truman (1945-1953) el partido de gobierno en promedio ha perdido 29 asientos en la Cámara de Representantes.
Tres presidentes y su partido han sido excepciones a la regla. Franklin D. Roosevelt (1934), Bill Clinton (1998) y George W. Bush (2002) desafiaron y vencieron la lógica histórica electoral.
El primero logró por primera vez esa hazaña en medio de la Gran Depresión, el segundo cuando enfrentaba un proceso de destitución impulsado por los republicanos y el último en las primeras elecciones celebradas después de los atentados terroristas de septiembre 11 del 2001.
La aceptación y apoyo a Roosevelt es paradigmático, más en las circunstancias que fue presidente. Aun así, para el objeto de este artículo y dado el hecho de opinar en el tiempo de las encuestas, resalto que tanto en el caso de Clinton como de Bush su nivel de aprobación sobrepasaba el 70%, lo que estuvo relacionado, en el caso del demócrata, a un desempeño en el manejo de la economía que aun negando valores tradicionales de su partido fue positivamente valorado. A esto se agregó la agresiva política implementada por el sector más extremo republicano liderado por el speaker de la Cámara de Representantes de entonces, Newt Gingrich, buscando obsesivamente su destitución por supuesta obstrucción de justicia en el caso de su relación amorosa con Mónica Lewinsky.
En ese contexto, en las elecciones legislativas del 3 de noviembre del 1998 los demócratas pasaron de una minoría de 198 escaños en la Cámara de Representantes a 211 curules y mantuvieron en la Cámara Alta los 45 senadores que habían logrados en el anterior proceso electoral.
Para tener una aproximación a lo ocurrido el recién pasado 8 de noviembre hay que recordar que en las elecciones análogas del 2010 bajo la administración de Barack Obama los demócratas perdieron 60 escaños y en las del 2018 durante la administración de Trump los republicanos 40.
Estos datos de la historia reciente al asociarse con un hoy donde la inflación y los peligros de recesión económica acogotan a la inmensa mayoría, donde la violencia y la inseguridad ciudadana estremecen la nación y cuando la valoración positiva del presidente Joe Biden estaba situada en un 41%, no era desacertado presagiar unos resultados electorales sumamente negativos para los demócratas.
De ahí, también, la certidumbre en la prédica republicana de la «gran ola roja» mediante el cual esperaban obtener 60 nuevos escaños en la Cámara de Representantes, mayoría en el Senado y victorias en importantes gubernaturas en estados claves como el de New York….
Nada de esto ocurrió.
De los 435 curules en la Cámara de Representantes, hasta ahora tienen 220 (mayoría), mientras los demócratas caen de 222 a 212. Pendiente por definir 3 asientos.
Más allá de los números, la conquista republicana de esta cámara resultará un desafío y obstáculo permanente para los últimos dos años de la administración de Biden. Tendrán capacidad para anular iniciativas que provengan de la Casa Blanca, como también para someter y aprobar iniciativas de investigaciones criminales que afectarán al presidente Biden y su entorno más íntimo.
De su lado, los demócratas retienen la mayoría no cómoda en el Senado. El balance de fuerza entre ambos partidos es 50 a 49 curules, quedando pendiente por definir el asiento senatorial de Georgia. Este se definirá en diciembre en una segunda ronda de votación dado que ninguno de los dos candidatos, Raphael Warnock, incumbente demócrata, y Herschel Walker, restador republicano, logró pasar del 50% de la votación requerido para ganar las elecciones.
Si Warnock lograra reelegirse la disposición de fuerza quedaría 51-49, pequeña pero significativa diferencia. Por el contrario, de imponerse la ex estrella del Fútbol, el balance de fuerza se mantendría tal como está en la actualidad: 50-50, quedando el voto de desempate en la vicepresidenta Kamala Harris.
En la lucha por 36 gobernaciones hay un empate. En los estados ganados por demócratas hay una población de 148.1 millones, mientras que los representados por republicanos la población se sitúa en más de 110 millones. En los 14 estados donde NO hubo elecciones los controlados por el partido azul tienen una población de 36.9 millones y los controlados por el partido rojo la población alcanza 31.1 millones, de acuerdo con datos aportados por el periódico POLITICO.
Las implicaciones de los resultados de este proceso electoral sobre todo de cara a las elecciones del 2024 donde estará en el centro del combate la presidencia de EEUU serán el propósito de una nueva entrega.
Por ahora, hay que compartir que el liderazgo toxico de Donald Trump parece que en algunos lugares se convirtió en un muro de contención a la esperada marea roja.
Sorprendente, por lo menos para mí, resultó la arriesgada apuesta demócrata de empujar precandidatos durante las primarias, republicanos afines a las posiciones extremistas de Trump y negacionistas de la victoria presidencial de Biden del 2020. En un movimiento estratégico que le funcionó, entendieron que resultaba más fácil derrotar a candidatos/as trumpistas que a candidatos conservadores tradicionales del partido opositor.
(El autor es dirigente político dominicano residente en Nueva York).
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