Por José Alejandro Vargas
La familia está obligada jurídicamente a velar por los derechos de estos, especialmente sus hijos o hijas, y en su defecto, por ausencia o fallecimiento, sus nietos o nietas o sus hermanos o hermanas.
La búsqueda incesante del hombre por la eternidad terrena ha estimulado, además de innúmeras investigaciones científicas, la creación artesana de pócimas curativas para contrarrestar el proceso biológicamente degenerativo que coloca al organismo humano en una pendiente sin retorno, pues el envejecimiento es irreversible, no importa cuantas inventivas puedan saltar de la imaginación para suavizar su arribo. La inmortalidad no es un atributo de la persona, es un concepto que define la perpetuación divina y nos informa que más allá de lo percibido materialmente, prevalece un propósito que aun intangible, se torna alcanzable por medio de la fe.
Porque el género humano no es imperecedero, fue creado para cumplir un ciclo de vida que transita desde el vientre de la madre hasta la última parada de la estación del tren de la vejez, un peldaño antes de confundirse con el polvo de la tierra donde finalmente el alma se aparta del cuerpo y asciende discretamente a la esfera de mayor pureza del espíritu. Con el envejecimiento se va desvaneciendo la fortaleza física, el organismo ya no responde con el vigor que solía hacerlo ni conserva las herramientas necesarias para redimirse a sí mismo del deterioro progresivo que provocan los años, las puertas laborales comienzan a cerrarse, y es entonces cuando se requiere de la eficacia constitucional para garantizar la subsistencia del envejeciente.
La reformada Carta Sustantiva de 1966 instituyó que al Estado le urgía la obligación de prestar protección a los ancianos, en la forma que fuera de terminada por la ley, de manera que se preserve su salud y se asegure su bienestar; a consecuencia de ello se creó la Ley No. 352-98 sobre Protección de la Persona Envejeciente, que en su “artículo 1”, la define como “…toda persona mayor de sesenta y cinco años de edad, o de menos, que debido al proceso de envejecimiento, experimente cambios progresivos desde el punto de vista psicológico, biológico, social y material. El segmento de las personas envejecientes estará constituido por todos aquellos individuos que se hallen en las condiciones descritas en esta ley, siendo en su carácter personal, los únicos beneficiarios de la misma”.
Pero, si bien toda persona por su condición natural es acreditable de la titularidad de las prerrogativas fundamentales, el legislador democrático en obvio cumplimiento al mandato de la constitución ha optado por darle una especial protección a aquellos envejecientes que se encuentren en cualquier estado de los que subsiguientemente se describen: a) Envejeciente con discapacidad; b) Viudo(a) desamparado(a). c) Envejeciente incurable; d) Envejeciente institucionalizado; e) Envejeciente prisionero; f) Envejeciente con trastornos mentales; g) En general, todo aquel senescente que requiera asistencia en las áreas de salud, educación, trabajo, nutrición, cultura, recreación y otras, y que perciba un ingreso igual o inferior al salario mínimo, mediante pensión, o cualquier otra fuente de ingreso.
Esta ley, de indudable acierto, señala en su “artículo 3”, que “El y la envejeciente tienen derecho a permanecer en su núcleo familiar. Su familia deberá brindarle el cuidado necesario y procurará que su estadía sea lo más placentera posible. Salvo casos calificados a juicio del Consejo, todo(a) envejeciente tendrá derecho a permanecer conviviendo, según sea el caso, y por orden de prioridad, en el hogar de sus hijos o hijas. A falta de ellos, por ausencia o fallecimiento, la responsabilidad recaerá sobre sus nietos o nietas o sus hermanos o hermanas”. (Procede apuntalar que, de conformidad con la ley, la entidad rectora en materia de envejecimiento es el Consejo Nacional de la Persona Envejeciente -CONAPE-).
Podríamos decir que con este texto legal el legislador se adelantó a las previsiones ampliadas de la renovada Constitución de 2010 que señala, en su artículo 57, constitucional, que “La familia, la sociedad y el Estado concurrirán para la protección y la asistencia de las personas de la tercera edad y promoverán su integración a la vida activa y comunitaria. El Estado garantizará los servicios de la seguridad social integral y el subsidio alimentario en caso de indigencia”. Es decir, que no solo el Estado es responsable de velar por el bienestar del envejeciente, sino, que también la familia queda jurídicamente obligada a dispensar la especial protección que requiere el ser querido disminuido en sus facultades productivas, ya sea por los años, ya sea por otra condición que le impida generar su propio sustento.
Con relación al tema ha dicho el Tribunal Constitucional, en su sentencia TC/0051/20 (pág. 37), “…que la seguridad social es un derecho fundamental inherente a la persona, revestido de la fuerza que aporta el texto supremo, que lo hace de cumplimiento obligatorio, máxime porque el derecho a la seguridad social responde también al principio de progresividad consagrado en el artículo 8 de la Constitución. Igualmente, este tribunal constitucional ha establecido la necesidad de aplicar una protección reforzada cuando se trate de personas de edad avanzada y afectadas de una discapacidad, como ocurre en la especie, pues la accionante tiene sesenta (60) años de edad y padece de la grave enfermedad indicada anteriormente”.
La trascendencia que comportan los derechos fundamentales de la persona envejeciente es la tutela reforzada o especial protección acordada por el ordenamiento jurídico interno y los tratados internacionales, que al reconocer el estado de vulnerabilidad en que se encuentra, obligan que sus reclamos sean atendidos con la preferencia, sumariedad y urgencia que caracterizan el procedimiento de la acción de amparo, no solo frente al Estado, sino también de cara a la familia que está obligada jurídicamente a velar por esos derechos, especialmente sus hijos o hijas, y en su defecto, por ausencia o fallecimiento, sus nietos o nietas o sus hermanos o hermanas.
(El autor es juez del Tribunal Constitucional, residente en Santo Domingo, República Dominicana).
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