Por José Alejandro Vargas
La potestad reglamentaria podemos conceptualizarla como la competencia atribuida constitucionalmente al poder ejecutivo para que dicte normas de rango inferior a las leyes, ordinariamente en desarrollo o aplicación de éstas. Esta facultad, prevista en el artículo 128.1.b de la Carta sustantiva, dispone que el presidente de la república goza de la prerrogativa de “expedir decretos, reglamentos e instrucciones cuando fuere necesario”. En ese sentido, la citada potestad aparece como facultad que le permite al ejecutivo actuar en el ordenamiento jurídico mediante la formalización de “normas escritas dictadas por la Administración”, de carácter secundario, subalterno o inferior y siempre complementario al de la ley (Camacho, 2004).
Ello no significa que el presidente de la república tenga el monopolio para la producción de los actos administrativos –dicho sea en sentido amplio-, sino que, como reconoce Brewer-Carías, ellos “pueden emanar de todos los órganos constitucionales, además de los que conforman la Administración pública del poder ejecutivo o de la administración local”, pues nuestro sistema constitucional no se agota solo en el presidente, ya que para el ejercicio de sus funciones los diversos poderes públicos también tienen “su propia organización administrativa, para el cumplimiento de tareas netamente administrativas” (Brewer-Carías, 2022).
Semejante atribución permite señalar lo que algunos consideran cierta incongruencia, al advertir que un ordenamiento jurídico basado en la doctrina de la separación de los poderes del Estado, permite que “(…) una de las principales funciones del jefe del ejecutivo sea su participación en el proceso legislativo” (Schwartz, 2005), es decir, que el sistema le coloque como titular por excelencia de la función administrativa y le permita, entre otras atribuciones, la de expedir normas de carácter regulatorio general y permanentes.
Por supuesto, no ha de aceptarse menos, visto que el solo concepto de Administración pública la explica en términos de estructura orgánica destinada a lograr el cumplimiento de las funciones constitucionales de gobierno deferidas constitucionalmente al presidente de la república. La Administración pública queda ubicada como la organización necesaria para la satisfacción del interés general, lo que hace a través de “productos de carácter jurídico, es decir, de los actos administrativos” (Cimma, 1995) cuya responsabilidad última compete, como se ha dicho, al presidente.
La disposición constitucional da forma a dos grandes campos: primero, a la fijación de la potestad reglamentaria en términos de ejecución o aplicación de las leyes, identificada como potestad reglamentaria de ejecución u ordinaria; y segundo, a la potestad reglamentaria autónoma o extendida, en virtud de la cual el presidente puede emitir normas en todas las materias que no quedaren dentro del dominio legal máximo, esto es, se hubiere designado constitucionalmente la lista cerrada de materias legalmente regulables y, por tanto, le resulta posible al presidente reglamentar las actividades que quedan por fuera de la lista referida.
La práctica constitucional actual es la de entregar ambas clases de atribuciones reglamentarias al presidente, de manera que la potestad reglamentaria resulta ser más abarcadora que el reducido papel restringido a la sola ejecución de la ley, pero, siempre bajo la limitación, incluso obvia, de no ir contra los valores y principios constitucionales ni otras normas de rango legal. Es ésta la pretensión manifiesta del artículo 6 de la Carta Sustantiva al exigir a quienes tengan deferidas potestades públicas, el deber de actuar dentro del ordenamiento jurídico y con sujeción a la Constitución como norma suprema.
Como resultado, la potestad reglamentaria extendida del presidente tiene que operar en ámbitos restringidos, sin que su ejercicio comprometa otras materias y casos que los expresamente admitidos. Esa ha sido, en nuestra opinión, la práctica administrativa sustentada hasta el momento.
Correlativamente, la expansión de la potestad reglamentaria a órganos constitucionales autónomos, incluso a otros componentes de la estructura administrativa estatal, debe verse, entendemos, con el mismo sentido restringido, no genérico. En otras palabras, la atribución debe entenderse con restricciones, fruto del reconocimiento a la especialización técnica de dichos componentes y bajo la confianza del constituyente y del legislador en que su alta especificidad técnico-institucional permita, con la potestad reglamentaria deferida, dar respuestas justificadas y oportunas a retos misionales específicos.
En la sentencia TC/0601/18 (12.2.), el Tribunal Constitucional reconoció la potestad reglamentaria del presidente de la república al sostener que: “Respecto de tal situación, este órgano de justicia constitucional especializada debe señalar que de la aplicación combinada de lo establecido en los artículos 196.c de la Ley núm. 146-71, Ley Minera de la República Dominicana, del cuatro (4) de junio de mil novecientos setenta y uno (1971), y 7.n. de la Ley núm. 100-13, del treinta (30) de julio de dos mil trece (2013), que crea el Ministerio de Energía y Minas, es constable que la potestad reglamentaria integradora del ordenamiento jurídico en esa materia solo la posee el presidente de la República Dominicana…”.
De la lectura general del texto de la presente entrega se evidencia que el acto administrativo encuentra en la Constitución dominicana una connotación inter orgánica, por cuanto no constituye el monopolio de unos órganos determinados, sino que pueden emanar de todos los órganos constitucionales, además de los que conforman la Administración pública del poder ejecutivo o de la administración local; con ello reiteramos que, si bien podemos afirmar que el primer ejecutivo de la nación goza de la potestad reglamentaria, es oportuno aclarar que el monopolio de la reglamentación no descansa solo en su alta investidura, pues el legislador confiere, también, capacidad reglamentaria a órganos constitucionales autónomos y descentralizados, con el objetivo de que puedan cumplir con sus finalidades.
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(El autor es juez del Tribunal Constitucional, residente en Santo Domingo, República Dominicana).