En estos tiempos de aldea global, la prensa escrita no solo brega por sobrevivir ante la expansión del uso e influencia de los medios digitales en manos y control colectivo, sino también por preservar su compromiso de divulgar hechos, y opiniones bajo el abanico de eso que llaman verdad objetiva.
Por el acelerado avance y transformación de la tecnología de la comunicación, puede decirse que el mundo pasa con facilidad por el hoyo de una aguja, tanto así que cualquier suceso se transmite al globo terráqueo a través de cámara y audio manipulado por ciudadanos ordinarios.
La profesión de periodista pierde importancia porque todos pueden serlo y lo son, si ese quehacer se limita a difundir hechos que consideran relevantes, aun sin comprobar que son ciertos o lo que es peor, convencidos de que se trata de una información tóxica.
Ninguna ley de control de lo que se difunde por las redes controlará a miles de millones que transmiten o se expresan sin ningún tipo de condicionante ético o jurídico, pero con el poder de llegar a todo el mundo desde un aparato celular.
Los oleajes virales son en su mayoría controlados por grupos de poder político, económico, sociales o corporativos, lo que constituye la nueva forma de manipulación de las masas, tan efectiva que asombraría a Joseph Goebbels, jefe del Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda, si llegara a resucitar.
¿Qué es la verdad? ¿Cómo identificarla? Poder comprobar la veracidad absoluta de una información puede ser una quimera, porque la realidad, aunque se configura como objetiva, es decir, independiente a la voluntad de quien la describe, puede ser esencialmente relativa e innominada.
El verdadero poder no está en pretender mentir o acercarse a esa realidad objetiva, sino en la administración de la información, porque quien lo ejerce tiene licencia para manipular los hechos o reencauzar opiniones y sentimientos para lograr una comunicación de retorno conforme a los intereses que promueve o defiende.
Ese poder manipulador al que hago alusión ha sido el que dividió a los periodistas y comunicadores entre “bocinas” e “imparciales”, como forma de descartar o desdibujar la información u opinión que emane de una fuente ideológica contraria a sus pregones mediáticos.
El mejor ejemplo es la suspensión de los comicios del 16 de febrero, sobre la cual se diseñó un ramillete de noticias falsas e insidiosas que logró cambiar la percepción de un colectivo social al que emocionalmente fue trasladado desde Altos de Chavón a la Plaza de la Bandera.
Pese a que una investigación de la OEA determinó que desde el poder no se atentó contra esas elecciones, ninguno de los “comunicadores imparciales” o “líderes de opinión” admitió que consciente o a propia voluntad manipuló noticias falsas.
Comentarios sobre post