La habitación oscura de mi estudio mantenía una temperatura constante, fuera invierno o verano, el piso, siempre frío y la altura extendida del techo le hacían un refugio agradable.
En aquellas brumosas oscuridades desparramé por las paredes todas mis angustias. Después de 17 años como gerente de una compañía de licores y de haber cosechado éxitos económicos que me habían brindado una holgada vida, aquí me encontraba, sumido en pensamientos inquietantes. Lo que venía, sería el preludio a un crecimiento espiritual jamás imaginado.
Mis primeros pasos ante la incertidumbre del momento fueron ambiguos e inseguros, era lógico al verme de repente sin trabajo y sin un ahorro que amortiguara la debacle de compromisos que a pasos sin pausas continuaban llegando, llamé a todos mis conocidos en busca de ayuda y asesoría, más sólo palabras compasivas seguidas de una… prolongada ausencia.
Los primeros cinco días me lancé a la calle buscando de alguna manera recobrar el tiempo perdido en una profesión que no iba en sintonía con mis deseos. Es duro salir sin rumbos ante una jungla “encementada” en donde los corazones se hacen distantes.
A las dos semanas, no tenía dinero para la gasolina del carro. No tenía dinero ya ni para comer. Aquí es cuando llega la primera lección, humildad.
Volví a realizar el ciclo de llamadas, esta vez solicitando algo en concreto. Las palabras de aliento se repitieron y hasta hubo promesas de pasar a llevarme algún, dinerito…dos semanas más pasaron acompañadas del silencio arropador del estudio.
Nadie pasó, si Robinson Crusoe, estuvo aislado un largo tiempo en una isla, yo me encontraba rodeado de la gran ciudad y a la vez, más solo que el mismo Robinson. Mi estudio era una isla oscura en donde todos sabían que allí estaba más nadie tuvo la cortesía de arrimarse a un “náufrago de la indigencia”.
La segunda lección me llegó aquella noche en donde con dolores estomacales, culpa del Kit Kat y la Coca Cola, mis pensamientos no lograban evitar bloquear los líos presentes, cuando una revelación fugaz, rozó sutilmente mi oído, “haz buscado la ayuda de todos y a mi…me has dejado de último” usted podrá creer o no creer en Dios…esa noche, se abrió una puerta…
Mi crecimiento espiritual se acrecentó desde aquel momento, comprendí que en verdad, nunca estamos solos!. Los amigos, los conocidos o la familia, pueden fallarnos una o mil veces, pero nunca te abandonará la fortaleza que una vez hagas brotar en tí, el miedo a la incertidumbre se perdió, esa, fue mi tercera lección.
Ya han pasado 15 años desde aquella “noventena” en donde me hice libre. Aquellos momentos que realizaron en mi al hombre que soy hoy. Un pirata en medio del desierto.
Si, porque a pesar de que tengo “muchos” amigos, nunca olvido la cuarta lección; solo, aunque duela!. Los dolores de la soledad son riquezas para el alma.
Hoy, en el fragor de un karma colectivo, de una lección generalizada para todos, nos obligan a guarecernos en una “cuarentena” con el propósito de “identificar” quiénes están enfermos y quiénes no?. La verdad es que aquí todos lo estamos. Hará falta una noventena para “lograr” alcanzar “cierto grado” de evolución introspectiva en donde todos y cada uno logremos tocar fondo para entonces mirar con más claridad lo que verdaderamente importa en esta dimensión terrena.
La verdad, es que todo es tan brumoso y confuso como aquella habitación de mi estudio. Sin embargo, hace falta conocer la oscuridad para apreciar la luz. No le veo otra explicación a tantos afanes absurdos sin resultados que tengan una muerte feliz.
La fortaleza aprendida, debe prevalecer como una resiliencia constante, es decir, capacitarnos en la recuperación de los desastres y pérdidas a las que nos pueda someter el camino, la naturaleza y hasta el mismo destino. Nos sirven las palabras de Simón Bolívar planteadas décadas atrás ante el desastre ocasionado por un fuerte terremoto en Venezuela; “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella”. Salud!. Mínimo Caminero.
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