Por Pedro Corporán
Estamos en Navidad y Año Nuevo, la más propicia ocasión para meditar sobre el nacimiento de Jesucristo y sus implicaciones seculares en el destino de toda la humanidad.
El sólo anuncio de la llegada del hijo de Dios, puso en ascuas al inicuo y sobreviviente estado de cosas imperante, desbordando la furia del perverso Rey Herodes.
Recordando solamente el momento en que la turba más famosa de la historia, en estado de histeria, irracional, furibunda, gritó que soltaran a Barrabás en honor de la fiesta de Pascua, aún conscientes de la inocencia de Jesucristo; concluimos en que todo es posible en la conducta del hombre contra sus semejantes.
Como ha sido siempre, la muchedumbre borreguil y costumbrista se convierte en el instrumento de ignorancia idóneo a través del cual se sustentan los privilegios, el estatus, el poder y los prejuicios de una clase dominante, como en este trascendental capítulo encabezado por Anás y Caifás.
En ese episodio, por boca de los humildes, de los fanáticos, se derramaba el más pérfido egoísmo de los miembros del Sanedrín, tribunal de sacerdotes y escribas del pueblo judío, temerosos de que la prédica redentora de Jesucristo terminara diluyendo su poder, sujetado en el servilismo al imperio romano y en ese momento bajo la autoridad del procurador imperial de Judea, Poncio Pilatos.
Las discrepancias con el “intruso” fueron irreconciliables, pues esperaban a un mesías envuelto en oropel, y aquel llegó en trapos, sandalias, montado en burro y rodeado de menesterosos.
Era mucho atrevimiento contradecir a los viejos sacerdotes en la interpretación de las escrituras, en el debate sobre las virtudes y sobre todo en considerarse legatario de la condición de Mesías, Hijo de Dios.
Ese maldito egoísmo que obnubila a los humanos, no le permitió al Sanedrín y por su intermedio a la turba de ignorantes que servía de títere de la conciencia, ver y sentir que tenían entre ellos al alma más excelsa que ha estampado sus huellas sobre la superficie terrestre, adoptando la soberbia como respuesta de impotencia ante la sabiduría del maestro.
Ese sentimiento que alimenta la perfidia ha sobrevivido como una predestinación y se percibe en nuestro medio social, tipificando un ser humano al que le aterran los conceptos del reconocimiento al trabajo y las virtudes del prójimo.
Creo que a más de dos mil años del nacimiento de Jesucristo, la prioridad espiritual del hombre es meditar sobre los sentimientos egoístas, y la de nuestro país como conglomerado social, derribar de la cima del poder a los “sanedrines” obsoletos que se oponen a la evolución institucional.
Porque hoy es común ser víctima de los “sanedrines” que imperan dentro de las instituciones representativas de la sociedad, fundamentalmente el Estado y los partidos políticos, y en el peor de los casos te crucifican moralmente vociferando como la famosa turba, con su carga de pecados, en histeria total: “¡Que suelten a Barrabás¡”.
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