A quienes pasamos de medio siglo se nos hace un poco aburrida la vida. Adoramos nuestros nietos y quisiéramos quedarnos con ellos pero, les toca a sus padres formarlos, cuidarlos y guiarlos. Nosotros apenas disfrutamos horas de la alegría inmensa que nos ofrecen, sobre todo los de ahora, que cómo dice el pueblo son «biblias andantes» porque la tecnología los ha hecho más despiertos y tienen acceso a mayor información, sin decir de los juegos que les hacen tener una rapidez mental fuera de toda duda. Además, claro está, en medio de este confinamiento producto de la pandemia de Covid 19 no los podemos tener físicamente, solamente por la vía digital, pero por ser ésta tan impersonal no lo sentimos de la misma manera.
Hace un poco más de 8 meses, para agradar a mi esposa, decidí adquirir una mascota, en este caso un perro, un cachorrito de apenas un mes de nacido. Hacía muchísimo tiempo que no tenía una mascota. Recuerdo que la última, cuando niño y hasta casi entrar en la adolescencia, fue un perro de raza Collie, de pelo muy abundante y largo, a quien bautizamos Heriberto. Nos acompañó varios años, murió de viejo, pero siempre fue afectuoso en extremo.
Me sentía extraño al tener otra mascota pero, al ver al nuevo integrante de la familia, me alegré: apenas cabía en mis manos. Es de raza shitzu, originaria del Tíbet. Suelen ser muy apreciados por los asiáticos como perro guardianes, aunque son pequeños, porque son listos, cariñosos, inteligentes, vivaces, alertas, temerarios incluso, muy independientes pero, sobre todo, muy leales.
El nuevo huésped de mi casa es blanco de lomo color crema. Se armó tremenda garata para ponerle el nombre, hasta que, de muchísimas opciones, terminamos llamándole Nano.
No puedo describir la felicidad que a mi hogar ha traído Nano. Es indescriptible, sobre todo la devoción que veo de él hacia mi esposa. Estoy convencido que él la cree su mamá porque no se despegan un minuto de ella. Aunque duerme en la habitación de al lado, con un sobrino que nos asiste, a las 7 de la mañana está en nuestra puerta, la toca con sus patitas peludas y ahí comienza la alegría del día al ver el júbilo con que baila ante su dueña, día tras día, como si hiciera meses que no la viera. Es todo un espectáculo, minutos de un amor insondable que se manifiesta en tan leal relación y acciones. Solo después de hacer ese ritual de la alegría pasa a saludarme, religiosamente: me reitera su cariño lamiéndome la cara, cuando suele subir a mi asiento, o más frecuentemente los dedos de los pies. Al no estar acostumbrado a tan efusivo mimo, a excepción de los nietos, caigo extasiado ante tanta demostración de cariño.
Es un perro de casa, no se siente seguro cuando sale pero, cuando eso ocurre, no se le despega a la mamá (mi esposa) ni un instante, tres manifestaciones me han sorprendido de Nano, hasta asombrarme, quizás porque no estoy acostumbrado a tener mascotas: Nano trata con afecto a la gente cercana a nosotros pero, cuando llega alguien extraño le ladra algunas veces aunque no asusta a nadie porque es tan pequeño y bello que no despierta temor. Es como su forma de preguntar, ¿quién eres tú? o ¿qué quieres con mis papas? Es tan natural la forma en la que lo hace, que resulta fascinante.
Lo inaudito ocurrió hace poco. Afrontaba yo algunos pequeños problemas de salud, que a veces me obligan a reposar –cosa difícil en mí porque soy workalcoholic (o «trabajólico», como dicen ahora para definir a los adictos al trabajo, como en mi caso, que lo realizo por pasión)–. Pero al entrar Nano a la habitación, mi esposa le ha dicho: «Papá no se siente bien, no ladres y quédate tranquilo». Pues bien, no me creerán pero así lo hizo: se acostó dentro de la habitación, con la puerta entrecerrada y se quedó ahí, tranquilo por largo rato, sin moverse ni ladrar. Sólo cuando me repuse volvió su lado juguetón . Para nosotros su forma de decirnos «estoy aquí, no molesten a mi papi.» ¡Dios, qué cosa maravillosa esta!.
Es que el afecto y la lealtad total son virtudes tan escasas en la sociedad de hoy, que cuando alguien nos las brinda nos sentimos extraños. Por lo general los intereses han hecho cambiar las prioridades de los seres humanos. Lo que existe hoy lo que se observa, es una suerte de competencia por lo banal, la ropa, las joyas, los autos de lujo, las mansiones o apartamentos de varios pisos y entre ellos, el poder, que no está al servicio de los demás sino solo para logros muy particulares.
No siempre fue así. Yo crecí en una generación muy diferente a la actual. No necesariamente mejor pero sí muy diferente: se luchaba por lo que se creía, era tal la entrega que no se medían peligros ni consecuencias; el valor, hasta la temeridad estaban presentes a plena luz del día y el dinero era una mercancía que no compraba la dignidad de la gente. Eran tan escasos los que se vendían que se podían contar con los dedos de las manos y al contar, sobraban dedos.
Era la época de la autenticidad, de gente con palabra cuyas diferencias con otros, que las había y eran muchas sobre todo en la política, eran básicamente metodológicas o ideológicas, nunca por dinero: que aquel era marxista o leninista, o los dos, o que era trotskista o estalinista; que si maoísta o demócrata cristiano, derechista o castrista o, en cuanto a los líderes nacionales, que fulano era bochista, balaguerista o peñagomista.
Había discusiones, eso sí, en las que los más «teóricos» –como se denominaba a los expositores brillantes– recitaban de memoria parrafadas enteras con las ideas de sus líderes. Se andaba por lo general con un libro gastado bajo el brazo, dando a entender que era de consulta habitual y para que todos entendieran que estudiaban para defender teorías e ideas de los grandes pensadores y políticos del mundo.
El dinero servía para lo básico, para lo más básico. Era tal la aversión al dinero fácil y al lujo que nadie quería usar cosas muy caras, porque usarlas cuestionaba su seriedad y, sobre todo, la integridad ideológica del portador, a quien se acusaría de inmediato de «pequeño burgués» o «revisionista», cuestionamiento que hacía mella en el buen nombre de cualquiera ligado a la política en aquellos tiempos.
Todo era tan diferente, hasta el gobierno de turno, que si bien tenía una política de represión y algunas veces hasta de exterminio, de ordinario era por encontrarse en la imposibilidad de comprar a los contrarios. Nuestra clase política, salvo rarísimas excepciones, no se vendía. Pero así era en todo, hasta en el amor: las mujeres eran de una entrega total y se jugaban la vida de igual manera que sus compañeros, por lo común no existía interés mercurial alguno, ¡oh, qué tiempos aquellos!.
Todo se disfrutaba porque era sincero y no se compraba, realmente la política del dinero, aunque existió siempre, fueron los reformistas los que la enseñaron y los peledeistas después de llegar al gobierno, pero estudiaron mucho y salieron excelentes alumnos. En el PRD y PLD viejo eso no existía. Los semidioses de la política, Bosch y su discípulo Peña Gómez, eran los dominicanos más honestos, sin fortuna ni interés alguno por el dinero. En eso son los más dignos hijos de Duarte.
Con los años, de una forma u otra el mundo y la política cambió y todos nosotros con ella. Unos más y otros menos pero, a fin de cuentas llegamos al fin de las ideologías como presos de un pragmatismo obligado, convencidos de que los idealismos, penosamente, no tienen espacio en estos tiempos.
Quizás por eso es que, guardando las distancias y las disparidades ideológicas, mantengo una admiración innegable por dos seres excepcionales, leales a sus pensamientos: Manuel Salazar Secretario General del PCT (Partido Comunista del Trabajo) y Narciso Isa Conde ex Secretario General del PCD (Partido Comunista Dominicano). Aunque muchos se refieren a ellos como anticuados, o de manera peyorativa como dinosaurios de la política, son estos los que son estandarte de la dignidad y coherencia porque no han sido seducidos por la nuevas formas de hacer política.
Por sobre todo, lo que más extraño de antes es la lealtad, la reciprocidad, la solidaridad y el respeto. Había códigos y formas de proceder, reglas no escritas de convivencia que los adversarios respetaban, entre ellas aquello de que las familias no se tocaban ni con el pétalo de una rosa. Pero, en este mundo salvaje no hay reglas, solo las que nacen del hecho cumplido y de los éxitos materiales alcanzados, sin importar lo que tenga que hacerse para lograrlo. Hoy se pasa por encima de todo con tal de obtener «el triunfo», por llegar a la meta no importa cómo. Lo que pasa hoy desde el poder así lo demuestra. ¿Cómo tendremos mejores ciudadanos si los llamado a poner el ejemplo son los patrocinadores y actores principales de esta serie de inconductas, que nos dañan a todos, que afectan la democracia?
Reconozco que hay valores perdidos, tal vez irrecuperables para la sociedad en la que vivimos hoy, en la que la escasa lealtad y entrega es tan notoria. De todas formas, aunque poca, sí existen quienes son leales y se entregan son verdaderamente imprescindibles. Ante la suerte de vivir con Nano y disfrutar su leal presencia, evocó unas frases del gran poeta Pablo Neruda, que dijo: «Mi perro me miraba, con esos ojos más puros que los míos, perdía el tiempo pero me miraba, con la mirada que me reservo, toda su dulce, su peluda vida, su silenciosa vida, cerca de mí, sin molestarme nunca, y sin pedirme nada».
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