Luis Mayobanex Rodríguez
Del actual presidente electo Luis Abinader se publican muchos comentarios, laudatorios, por cierto, y se comparten innumerables fotos con rostros sonrientes junto a “amigos y amigas” y compañeros de partido.
Pero la foto que yo “tengo” de él, aclaro NO con él, es diferente, por demás no es física. Está en mi memoria.
Es una imagen nítida de un Abinader turbado ante el cuerpo sin vida de un connacional que cayó fulminado por un ataque cardiaco en el salón de eventos, segundo piso, del Restaurant 809, en New York. Es posible que las manecillas del reloj habían marcado las 9:00 de la noche del sábado 10 de agosto del 2013.
El occiso respondía al nombre de Daniel Santos, quien no guardaba relación alguna con el Anacobero que Canta, o cantaba. Un puertorriqueño de siempre.
Había asistido a la recepción oficial del Desfile Dominicano, desfile que al otro día se celebraría en la Sexta avenida de Manhattan, entre las calles 37 y 52.
Daniel Santos, el que yacía inerte al nivel de los pies de quienes estábamos presentes, formaba parte de la delegación de uno de los muchos grupos que operan en nuestra comunidad denominado COPOLA USA.
Arrodillado ante el cadáver el doctor Rafael Lantigua ya había abandonado su esfuerzo de revivirlo. La última vez que le vi tocar el cuerpo fue cuando su mano derecha apretó lo que asumo es la arteria carótida. Al Lantigua ponerse de pie, confirmó lo que ya todos imaginábamos.
Mientras esto ocurría ya yo había ubicado la puerta de salida de emergencia. Me acerqué a Nelson Peña (R.I.P.) y le dije que me retiraría. Me pidió que esperara un rato para que después que los paramédicos llegaran y retiraran el cadáver reiniciar la actividad. Me imaginé que no lo hacia porque mi presencia fuera importante, sino porque sus ojos, más abiertos que los de un chivo, me habían visto hablar con Roberto Fulcar, asistente de Abinader, y no quería que en mi retirada me llevara conmigo a su invitado estrella.
Es increíble las similitudes entre los humanos y las diferencias ante un mismo escenario.
Los ojos de Nelson, al igual que los de Fulcar, siempre estuvieron sobre mi. Se veían grandes y angustiados. Las angustias del primero, activista hasta la sepultura, se relacionaba a su interés de seguir el show. Las angustias del segundo estaban marcadas por mi comentario de que había que evitar estar presente cuando la policía llegara.
Abinader en ese momento no tenía con quién consultar (salvo el doctor Lantigua) porque más nadie de su circunstancia política local estaba presente. Para entonces era cabeza de un grupo minoritario dentro del PRD en New York, la mayoría del cual se asumían seguidores de Hipólito Mejía.
Cuando le dije a Fulcar que saliéramos, él como Abinader caminaron detrás de mí por una escalera que nos llevó a la acera sur Dyckman cerca de la puerta principal de entrada del 809.
Al otro día, domingo 11 de agosto, en medio del escándalo y el bullicio de un Desfile supuesto a rendir tributo y reivindicar la Gesta Restauradora de 1865, volví a encontrarme con Abinader, muy bien vestido para la ocasión con una lujosa camisa blanca y un pantalón negro.
Sus pocos seguidores de entonces, entre los que recuerdo a Tonton, Pierre, Margarita, Devares y José M. Sosa insistían en que les permitiera tomarme algunas fotos con su especial visitante.
Me salvé de no aparecer en una foto con el oponente de Hipólito en aquel momento por la llegada de unos 3 o 4 “compañeritos” que con entusiasmo posaron para una foto con quien pensaban sería el candidato presidencial de su partido, el PRD.
No puedo asegurarles si mi tímido reparo a posar junto al caballero de Santiago, se debió a una razón esencialmente política, ya que a una esquina alcanzaba a ver muchas banderas verdes duquesas con la A amarilla de Alianza País o si se debía a mi creencia que Daniel Santos, el muerto del 809, se había tomado previo a su derrumbe una foto con el presidente electo actual de la Republica Dominicana.
De seguro si el señor Santos estuviera vivo y en su celular tuviese una foto con Abinader, también disfrutaría este momento de la vida con la amplia sonrisa del triunfo.
La victoria, cual que sea el campo, es la más deseada aspiración humana y millones la disfrutan sin importar cómo se obtenga ni a que se reniegue.
Por el contrario, la derrota es soledad casi absoluta. Y digo casi absoluta porque hay una parte de los derrotados de siempre que la asumen con una dignidad que solo puede proveerles el caminar por la vida teniendo como fuerza motriz elevados principios.
(El autor es coordinador en el exterior de Alianza País)
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