El sábado 24 de julio de 2021, leí una información difundida por la agencia de noticias AFP que unas 161.000 personas se manifestaron en Francia contra las nuevas restricciones de sus autoridades para frenar el rebrote de los contagios de la pandemia COVID-19 causados por la variante delta.
En París, capital francesa, fueron cerca de 11.000 los manifestantes que salieron a las calles a expresarse, esencialmente los promotores de los famosos chalecos amarillos, un movimiento de protesta hostil a la política social del gobierno.
El balance de las quejas, comunicado por el ministerio de Interior francés, citó unas 168 concentraciones en todo el país, con una asistencia superior a 114.000 personas.
Otros miles de personas, raramente con mascarillas, se congregaron al son del himno nacional, la Marsellesa, en la plaza del Trocadero, en el oeste de la capital, a llamado del exeurodiputado de extrema derecha Florian Philippot.
«Libertad, libertad», coreaban los manifestantes, venidos de París y de otras ciudades, agrupados alrededor de un estrado rodeado de decenas de banderas de Francia.
No me sorprenden esos movimientos. Los hemos visto en varios países donde el confinamiento obligatorio por el coronavirus ha transformado la vida de las personas que acostumbran salir a divertirse en los centros de entretenimientos, acudir a los bares, restaurantes, practicar deportes o leer en espacios abiertos, viajar, visitar a familiares y amigos, salir de los hogares.
Por igual, esas acciones las hemos presenciado en la República Dominicana con los imprudentes “teteos” o fiestas en espacios abiertos o clandestinos en un franco, rebelde e imprudente desafío a las normas protocolares implementadas por el gobierno a propósito de la crisis sanitaria.
La indisciplina y el desorden comenzaron con irrespetar el toque de queda desde su etapa inicial. Miles de dominicanos fueron apresados por las fuerzas de seguridad policial y militar en la provincia Santo Domingo y el Distrito Nacional y luego en todo el territorio nacional.
Es que la rebeldía del hombre es congénita, la lleva en su ADN. Le gusta sentirse libre, incontrolable, sin frenos, hacer las cosas a su manera. Otros son sumisos, manejables, de cerebros desamueblados e incapaces de tomar decisiones racionales. Actúan por imitación basándose en el terror porque el terror genera el miedo y ese es su mejor aliado. Se trata de una cultura de conducta milenaria.
Un ejemplo de esa conducta lo explica la Biblia cuando el hombre trató de construir la famosa Torre de Babel, una edificación de varios pisos situada en Babilonia. Esa motivación tuvo sus consecuencias. Según el libro Génesis en el Antiguo Testamento, Yahveh (Dios) castiga a la humanidad por su arrogancia y hostilidad exponiendo al hombre a gran variedad de lenguas. Es la razón de existir varios idiomas.
Los teólogos sostienen la tesis de que esa edificación era cuestionada por Dios, porque él había prometido que no habría otro diluvio universal, luego del arca de Noé. Pero igual, los hombres construyeron una torre de ladrillo para estar a salvo en este caso, donde adoraban a dioses propios.
La maldición de Dios, según explica el relato bíblico, provocó confusión entre los constructores y la interrupción de su obra.
Ese comportamiento refleja la personalidad que siempre ha acompañado al homo sapien desde su creación. Es un ser que muchas veces actúa sobre la base de la irracionalidad, por impulso, sin medir las consecuencias de sus actos. Es decir, “actúo, luego pienso”, para decirlo con las palabras de René Descartes, filósofo, matemático y físico francés. Lo ideal, como decía Descartes es aplicar el concepto correcto de “Pienso luego existo” (en latín: Cogito ergo sum).
José Ingenieros, en su obra El Hombre Mediocre, decía que los hombres sin personalidad son innumerables y vegetan moldeados por el medio, como cera fundida en el cuño social.
Yo agrego que son especies de borregos sin criterios propios nacidos para seguir a otros seres más habilidosos. Ese fenómeno social lo observamos en los partidos políticos.
También decía que “las costumbres y las leyes pueden establecer derechos y deberes comunes a todos los hombres, pero éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un océano”.
“El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables”, explicaba este gran pensador, al precisar que el que el hombre vale por su saber.
Pero donde mejor describe a la humanidad es cuando dice que “el eterno contraste de las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad colectiva: el espíritu conservador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía”.
La realidad es que el que no cultiva su mente, que no razona, disgrega su personalidad y se convierte en un un seguidor de principios erráticos. Y, como razonaba José Ingenieros, “el mediocre aspira a confundirse en los que le rodean; el original tiende a diferenciarse de ellos”.
De manera que no nos sorprendamos por lo que estamos viendo en el mundo. Habrán más protestas contra eventuales nuevas restricciones o mandatos de administrarse las vacunas de manera obligatoria. Muchos no creen en las vacunas y forzarán para estar en las calles, aunque resulten contagiados. Es un acto de rebeldía que en su momento será incontrolable.
Vistas las cosas de esa perspectiva, cada día se hace más evidente el pensamiento de Plubio Terencio Africano con relación a la conducta del hombre, cuando decía que “No hay mayor miseria que vivir en la ignorancia eterna. Lo que no está dotado de razón, no hay razón que pueda gobernarlo”.
Pero mi favorita es: “Homo sum, humani nihil a me allienum puto” (Soy un hombre; nada de lo humano me es ajeno).
De manera que no nos sorprendamos de las cosas que haga la humanidad.
Comentarios sobre post