Cuando leí la información, me pareció un hecho fuera de lo normal. Luego reflexioné y pensé en otros casos similares que, al parecer, no les interesa a nuestras autoridades.
La Procuraduría Especializada para la Defensa del Medio Ambiente y los Recursos Naturales incautó el equipo de sonido de un hombre, un inadaptado social, que escandalizaba a sus vecinos con la reproducción de sonidos de animales a alto volumen.
El sujeto fue allanado en una casa ubicada en el sector Los Prados, del Distrito Nacional, cuyos vecinos se quejaban de la constante perturbación de la paz y de la salud.
De acuerdo con la autorización de la orden judicial de allanamiento, esa persona disfrutaba poner en desasosiego a los vecinos, que explicaron que el hombre en ocasiones iniciaba esa bulla en la noche y terminaba a la 7:00 de la mañana del siguiente día. Llevaba más de 11 años haciendo esos desmanes.
¡Vaya manera de divertirse!
Los ruidos sin control se han esparcido en toda la geografía nacional. Esa práctica la vemos a diario con las guagüitas denominadas anunciadoras de los vendedores informales, especialmente los que venden víveres o las plataneras, los compradores de artículos viejos, los panaderos, heladeros, los evangélicos predicadores y otros.
También observamos esa realidad con las poderosas bocinas instaladas en los vehículos estacionados en las avenidas, parques de diversión y hasta en las casas de nuestros vecinos.
Los ruidos incontrolados y en manos de ciudadanos sin educación son un atentado a la paz y a la vida. El problema es que, por lo visto, no había la voluntad política para controlarlos.
Desconozco qué tipo de sanción penal o pecuniaria conlleva esa repudiable conducta, pero existen normas jurídicas para controlarla.
Existe la Ley No. 287-04 sobre Prevención, Supresión y Limitación de Ruidos Nocivos y Molestos que penaliza la contaminación sonora, transporte en general y motocicletas, sin un adecuado silenciador, así como los chirridos de los neumáticos cuando se hacen aceleraciones violentas.
Está prohibido dentro del ámbito de las zonas urbanas, y por tanto susceptible de suspensión y de indemnización por daño, la producción de ruidos molestos, no importa cuál sea su origen y el lugar en que se produzcan. Lo dice el artículo 2 de esa ley.
El artículo 3 expresa que es tarea del Poder Ejecutivo “reglamentar los decibeles permitidos de ruido considerando las zonas residenciales, comerciales o industriales y el horario diurno y nocturno, señalando específicamente el límite hasta el cual no se considera ruido excesivo o molesto”.
En uno de los considerandos de esa normativa se consigna que “la publicidad ambulatoria con altoparlantes, los colmadones, la recolección de residuos, las alarmas, entre otras, son factores que producen la contaminación sonora. Lo mismo sucede con establecimientos de espectáculos públicos y de recreación, que no cumplen con las especificaciones técnicas”.
Para ser justo, los ruidos en los colmados son controlados mínimamente. Muchas veces los policías incautan las bocinas en esos lugares, cuando alguien se queja.
Sin embargo, esos equipos son devueltos de inmediato a sus propietarios luego de la mediación del tráfico de influencia o por negociación con los comandantes de los cuarteles. Es lo que siempre se ha denunciado.
Tengo un familiar que acostumbra escuchar música en el hogar con el volumen al máximo. A penas se puede conversar con él. No ha habido forma de convencerlo de que eso es perjudicial para la salud. Le molesta la música baja en volumen.
Por desgracia, sus vecinos adoptan la misma conducta de forma simultánea, como si se tratara de una competencia a cuál tenga mejor equipo.
Por tratarse de barrios populares y sobre poblado, la policía solo se limita a decirles que bajen el volumen. Tan pronto desaparecen los agentes, vuelven a subir la música. No entiendo por qué a esta altura no están sordos.
Por idiosincrasia y genética, los dominicanos somos ruidosos hasta en la forma de hablar. Es que la idiosincrasia de los pueblos del Caribe es muy distinta a la de los del norte de Europa. Obvio, no estamos justificando ese absurdo comportamiento. Se trata de la malvada cultura del ruido.
No obstante, no perdamos la esperanza de moderar esa conducta en las generaciones futuras. La actual no tiene remedio.
mvolquez@gmail.com
(El autor es periodista residente en Santo Domingo, República Dominicana).
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