Cierto que si existe algo gratificante es la gratitud, pero no esa simple y trillada gratitud que manifestamos al recibir algo, o aquella en la cual uno «agradece» por ser beneficiado en algo, por alguien… A la gratitud que va este latido es a «aquella» que vemos diariamente y por todas partes como un regalo maravilloso y trascendental de nuestra existencia.
Existimos por «esas» cualidades que «misteriosamente» se han manifestado en un baile de entramados divinos y meticulosamente pensados por quién sabe quién y por qué y para qué… Dios, a quien hemos otorgado el título de creador y protagonista de toda «esta historia» y de todas las historias que vamos destilando a medida que se deshace nuestro presente.
Agradecer a Dios o a «eso otro» como le queramos llamar es algo que debemos hacer todos los días, partiendo desde el razonamiento que no somos capaces, ni siquiera de imaginarnos, que tantas «coincidencias» no son un asunto para dudar de que somos el producto de algo muy superior a nuestra adolecida y huérfana y errante mente.
Si sacáramos un momento nuestros ojos del celular y en una solitaria y oscura noche los levantáramos hacia las estrellas en una quieta y profunda meditación, podríamos alcanzar a sentir una pequeña chispa del universo que sublime roza nuestra piel, pero que enciende toda nuestra consciencia para preguntarnos si estamos «atentos» ante «nuestra realidad»…
¿Estamos conscientes que somos? ¿O simplemente «vivimos» envueltos en los absurdos?. Las preguntas son muchas, pero las más vitales son esas que precisamente nos componen la humanidad que nos sostiene. Dar un paso, dos, correr, saltar. Abrir los brazos y abrazar, tocar las manos y besarte. Escuchar tu voz y las voces y los aullidos y olas y melodías. Abrir un ojo y luego otro y asombrarme de ver un color azul y verde, rojo, naranja. Y la montaña o el mar o tu sonrisa.
Son tantos los regalos que agradecer que muchos solo los ven cuando los han perdido. Tenemos tanto, pero tanto, que se nos hace infinito y a la vez se nos pierde en mil abismos. Una simple astilla, minúscula e imprudente, es suficiente para recordarnos lo frágil que somos. Un cuerpo compacto e íntegro que funciona en perfecta armonía, sano y complejo. Tan complejo que no suele asombrarnos porque nos creemos poseedores de tamaña creación…
Si mis queridos amigos, agradezcamos constantemente porque somos un regalo en carne y hueso que por ahí anda enamorándose de otras carnes y otros huesos. Que se apasiona y engrifa ante los invisibles sentimientos que suelen aferrarse a estas osamentas pesadas en decadencia.
Somos como esos columpios que nos balancean desde un punto al otro. Un péndulo que pasa fugaz por una vida que termina soltándonos desde lo alto del columpio, depositándonos en otras galaxias y sueños.
Las gracias, hay que darlas no solo en la subida, sino también en la pausa y la bajada. En la simple oportunidad brindada «de experimentar» un mundo en el que, al parecer, no se escapa un sentimiento. Asesinos, santos, dementes, sádicos y todas las «aberranzas» imaginadas y por imaginar. Las mismas que traen sus contrarios en aquellos que «ven» la verdadera esencia de su presencia.
No se puede apreciar la gratitud, sin lo ingrato. Terminaríamos en un proceso de anestesia insípida y estéril. El dolor, las injusticias y demás desmanes que veremos a través de ese breve empujón de columpio dejaran cicatrices y heridas que nos conminan a buscar lo sublime y sano.
Al observar al universo, en aquella noche solitaria, también miré el universo que me sostenía, mi cuerpo, aun lleno de cicatrices y mallugado por el tiempo, seguía a mi lado. Fiel compañero de aventuras como el sumiso Sancho, escudero del quijote, quien callado y paciente había cumplido su misión de sostenerme hasta el último instante en que mi inconsciencia voló dejándolo solo y vacío.
Allí lo vi inmutable mientras me elevaba. Retrocedí un momento, ante mi prisa, para susurrarle al oído lo agradecido que estaba con él. Sus ojos se abrieron nuevamente, arrastrándome en una espiral amable en la que volvimos a fundirnos en uno. Sentí que una gratitud nos envolvía a la vez que «una consciencia», sin explicar nada, nos hacía entender que todo funcionaba como debía… continúe mi vuelo y él, el suyo. ¡Salud!. Mínimo Gratinero.
massmaximo@hotmail.com
(El autor es artista plástico dominicano residente en West Palm Beach, EEUU).
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