Por Pedro Corporán
Un raro sueño importunó mi noche. Era una espada que tenía la extraña virtud de escribir. Sí, señores, una espada que escribía, y escribía con estilizado movimiento de fino pincel, dibujando las letras como si quisiera dibujar la vida.
Con estirpe de acero reluciente, escribía entintando la punta en un tintero con los colores del arcoíris. Hasta su brillo cortaba el pesado aire de noches tenebrosas que vivía la ciudadanía.
Enfermiza madrugadora, a las 5 de la mañana de cada día, ya el estoque estaba husmeando en la arboleda social y escribiendo de todo lo que pasaba en su entorno, que no era solo la ciudad donde vivía, sino el espectro nacional de la república.
De súbito, la hoja adquiría movimientos defensivos, como si estuviera en la mano izquierda de un experto espadachín de la Era Medieval. Les dije que era un sueño raro.
Todas las mañanas, a las siete en punto, la espada se paraba frente a la ventana de su casa colonial, adoptaba una postura espigada, como conferencista en el pódium y leía lo escrito, a los árboles o a la gente que aplaudían igual de delirantes.
La fama se extendió por toda la sociedad y el derredor de su morada se convirtió en un auditórium sin columnas griegas, que esperaban con ansiedad sus “catilinarias” de reluciente metal. Les repito que fue un sueño raro.
Tal era la vocación filantrópica de la espada, que en las noches sin luna. salía a las calles a prestar su luz para alumbrar generosamente la vida de los transeúntes.
Sin saberlo, había fundado una escuela pictórica literal que estaba atrayendo a toda la sociedad, un estilo de dibujar las letras, con mensajes que se apoderaron de la atención de sus coetáneos.
Cierto día, la espada recibió un mensaje, para advertirle que estaba obstruyendo la labor de una vieja escuela que en vez de mandobles, utilizaba puñales que además de entintar la punta en tinteros humanos, dibujaban las letras en lápidas y salían cada noche a cortar flores, preferiblemente capullos, que consideraban de perfumes repelentes. Según ellos eran misiones de preservación y limpieza del jardín social.
De pronto se convocó al tribunal de la historia, para resolver la disputa entre la nueva escuela y la vieja, más bien anciana escuela. La única acusación de los puñales fue que la espada escribía en un lenguaje extraño.
Los jueces supremos, con togas y birretes color de la luz, sacaron un gigantesco código titulado “Las leyes de la evolución de la vida”, y dictaron sentencia de condena de extinción de la vieja escuela.
Los puñales se rebelaron contra la sentencia y delirantes de involución, dictaron también su lapidaria condena y arremetieron contra la espada con más saña que los complotados del senado romano contra Julio César.
Minutos después, se esfumó hacia el cielo el brillo de la espada tirada en el piso, y concomitantemente, como fenómeno paranormal, se transformó en una pluma con el tintero al lado derramando tinta de color iridiscente. ¡Dios mío que sueño tan raro!
Desperté sobresaltado y sudoroso. Mi mujer entró impetuosa al aposento: “Pedro, mataron a Orlando”. Era el 17 de marzo de 1975.
La conmoción emocional solo trajo a mi mente un pensamiento que musité con silenciosa altisonancia: “Apenas tenía 30 años y una pluma, perdón…, una espada”.
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