Por José Alejandro Vargas
Si la soberbia es pecado que lacera el corazón de los gobernados, entonces los gobernantes soberbios constituyen una terrible amenaza para los pueblos que han apostado a la pertinencia democrática para conducir a resguardo seguro su destino político, conscientes de que nada es más perturbador para la armonía social que la mezquindad del ególatra a quien se delega la representación del poder y resulta embriagado por el licor de su propia vanidad, desdeñando que la grandeza de un buen mandatario dependerá siempre de la humildad y transparencia con que ejerza sus funciones.
De común se propala que la ineficacia de la democracia radica en la debilidad de sus instituciones, sin embargo, poco se arguye respecto a la incidencia de la condición humana del sujeto llamado a gobernar con objetividad, con apego irrestricto a la norma, evitando que las subjetividades superfluas intervengan en el canon de la buena administración, que habrá de ser ejercida con suficiente pulcritud, y la necesaria humildad como manifestación pura del amor por el prójimo. Ninguna democracia puede escalonarse por los peldaños del éxito si en el manejo de las instituciones el hombre no actúa con conciencia de demócrata, desprovisto de la soberbia que requiebra el sosiego del espíritu.
No se agota la democracia eficaz de un Estado únicamente en las instituciones, se requiere del concurso sensato del hombre generoso, el ser humano racional que tiene en alta estima la integridad para garantizar la eficacia del contrato social y la prevalencia de virtudes liberales que promuevan el bien común; que al ostentar el mandato soberano lo asuma con reciedumbre y sentido ético, a fin de alcanzar los propósitos convivenciales que lo impulsaron al sacrificio de su naturaleza intrínseca, enteramente libérrima, en beneficio de su seguridad personal y la de sus bienes.
La singularidad relevante del acuerdo de voluntades en la comunidad primitiva radica en el esfuerzo desplegado para visibilizar una estructura política de gobierno que garantizara la coexistencia pacífica colectiva, en nuestro caso esa estructura responde al criterio de la democracia que se cimenta en tres poderes fundamentales, el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, con funciones específicas y de contrapeso, y estricta sujeción a las reglas, principios y valores consagrados en la constitución, norma suprema de la nación que recoge la determinación indubitada del soberano en cuanto a regirse por las instituciones y no por el medalaganierismo de hombres con vocación veleidosa.
El poder reside en el pueblo que es quien lo delega de conformidad con las reglas acordadas en la Carta Sustantiva, por lo que atañe al pueblo velar para sus representantes sean personas dotadas de la idoneidad suficiente para desempeñar la tarea encomendada en consonancia con el mandato que se les extiende. No basta la proliferación de instituciones para hablar de democracia funcional, se requiere que esos organismos cuenten con las directrices de ciudadanos con conciencia democrática y que el soberano disponga de los mecanismos pertinentes para expulsar oportunamente del poder a aquellos que adopten un comportamiento soberbio, porque la soberbia es la voz de alerta para que los gobernados sepan que una tiranía podría estar cerca, y hay que tomar el paraguas para protegerse de la lluvia que suele desparramar.
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(El autor es juez del Tribunal Constitucional, residente en Santo Domingo, República Dominicana).