Se ha dicho de manera oficial que 242,000 dominicanos aún no se deciden a inyectarse las vacunas contra la pandemia Covid-19 y las variantes que la cortejan. Si aplicamos una ecuación matemática, esa cifra representa el 2.18% de nuestra población que ya ronda por 11 052 041, según un reporte estadístico del 2021.
Ese censo nos dice que 5, 542, 632 de la población es masculina (50.2%) y 5, 509, 410 femenina (49.8%). Justamente, es en ese conglomerado donde están los que rechazan administrarse los biológicos anti virales, llámese Sinovac, Pfizer, Moderna, Johnson o AstraZeneca, principalmente la rebelde juventud.
¿Por qué no vacunarse? ¿Cuál sería la poderosa razón de arriesgarse a morir por no inyectarse?
Los argumentos que corren a través de los medios de comunicación y redes sociales en algunos países es que las vacunas podrían desencadenar eventualidades dañinas a nuestro organismo. Otros precisan, sin ningún fundamento científico, que se trata de una estrategia o un ensayo para controlar el crecimiento poblacional mundial actual, que es de aproximadamente 6.000 millones de personas y las estimaciones más recientes de la Organización de las Naciones Unidas indican que para el año 2025 será de 8.500 millones.
Si se analiza desde una perspectiva histórica su ritmo de crecimiento, se observa que después de la Segunda Guerra Mundial se produce una explosión demográfica sin precedentes, producto de un aumento de la tasa de crecimiento. Una forma de percibir este efecto es observar como ha ido disminuyendo el tiempo transcurrido para que la población universal se duplique.
Los científicos e investigadores sociales coinciden en que los motivos de este incremento “están vinculados principalmente a un mejoramiento en las condiciones sanitarias y alimentarias básicas; progresos en el campo de la medicina tales como el descubrimiento de los antibióticos y vacunas fueron decisivos para el aumento de la expectativa de vida, las condiciones de reproducción y sobre todo para la disminución de la tasa de mortalidad infantil”.
Más aún. El índice de natalidad y supervivencia superó ampliamente al de mortalidad, y mejoraron sustancialmente las perspectivas de vida. Al menos, esa es la teoría.
El incremento poblacional subió paralelamente el consumo humano en términos energéticos, alimentarios y en general de productos y servicios.
Lo del coronavirus no es una mentira o una fábula, como aún plantean miles de personas. Si fue inducido de mala fe o por accidente de algún científico loco, el daño está hecho y hay que afrontarlo.
Las estadísticas de contagios y defunciones que maneja la Organización Mundial de la Salud estiman que el número real de muertes por la enfermedad son 2 ó 3 veces superior a los 3,4 millones notificados actualmente a la agencia. Las cifras reales de fallecidos podrían estar entre los 6,8 y los 10 millones.
Entonces, si la intención es reducir ese crecimiento utilizando vacunas, ¿por qué esperar a que se detone un virus como el que estamos enfrentando para disminuirnos? Existen otros métodos más sofisticados, discretos y efectivos para frenar el acelerado índice poblacional.
No hay peor enfermedad que la ignorancia. Es atrevida y peligrosa, que tiene su mayor efectividad en los cerebros humanos desamueblados.
Reitero que ha habido mucha desinformación respecto al letal virus. También mucha manipulación de personas que no están de acuerdo con el proceso de inyectarse y que en su momento despertarán y sabrán, aunque muy tarde, que estaban equivocados.
Naturalmente, de las pandemias alguien siempre saca elevados beneficios financieros. A las empresas productoras de medicamentos les conviene que el Covid y otras epidemias nunca desaparezcan, pues se alimentan de la desgracia que padece la humanidad.
Sin embargo (y es lo peor del caso), aunque persistan las dudas, estamos obligados a vacunarnos. Espero que así lo reflexione el 2.18% de nuestra población que falta por inocularse y que vive organizando “teteos” masivos, ignorando que son eventuales víctimas de ese peligroso patógeno y futuros inquilinos de los cementerios.
mvolquez@gmail.com
(El autor es periodista residente en Santo Domingo, República Dominicana).
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