Reflexiones de campaña #21
La situación creada con la pandemia del Covid 19 ha cambiado radicalmente al mundo y a sus habitantes.
Aterrorizados ciudadanos vemos hoy lo fácil que se caen los muros y las fronteras que nos separan, que las enfermedades cuando llegan no discriminan a pobres de ricos, a blancos de negros, a humildes de poderosos.
Vemos que nuestro único ropaje es el de seres humanos y reconocemos hoy, ante la probable pérdida de nuestra vida, que es nuestro mayor tesoro, si bien lo valoramos cuanta más cerca nos encontramos de perderlo.
Hoy, confinados en nuestros hogares, no nos queda de otra que matar el tiempo leyendo, jugando o viendo televisión, las más de las veces expectantes ante las noticias del exterior, que evidencian la fragilidad de las grandes potencias ante este virus y la letalidad que produce a su población anciana, sobre todo.
Gracias a la magia del Internet no nos sentimos tan solos y seguimos interactuando con los demás sin asumir riesgos innecesarios, sin tener que saludarnos de manera presencial. La tecnología, al alcance de nuestras manos, ha empequeñecido el mundo. Contamos con información, vital para resguardarnos.
Sin embargo, no todos estamos en las mismas condiciones porque mientras unos podremos tener nuestras alacenas llenas de provisiones, ¡La gran mayoría de nuestros hermanos de patria no!, unos simplemente porque sus exiguos ingresos no se lo permiten y otros porque, dada la informalidad de sus oficios, al no poder trabajar no pueden llevar hoy el pan a sus familias.
Ese es uno nuestros grandes males, unos pocos tienen mucho y la mayoría poco o muy poco, culpa de este maldito capitalismo salvaje que no auspicia una mejor redistribución de nuestras riquezas.
Por una vez siquiera el gobierno debe pensar en los más y no en los menos, garantizar a cada dominicano el auxilio del Estado.
Si en las estadísticas macroeconómicas lo que tenemos asignado nos da para bien vivir, ¿por qué hoy no se toman las medidas valientes de servir a los intereses de los que menos tienen? Quienes si tienen que se protejan ellos y que con el capital que acumulan resuelvan sus asuntos, al final «casi todo se compra con dinero», como dicen.
Las injusticias sociales son el caldo de las mayores insatisfacciones.
No obstante, en la tranquilidad de nuestros hogares acechan también los infiernos de estas varias crisis que nos acogotan: cuando, al no poder trabajar, no se puede alimentar a la familia; cuando, por falta de medicamentos, no se les puede garantizar la salud a los nuestros y cuando la cuarentena se convierte en una cárcel de opresión económica para los que menos pueden.
Al final, en esta selva de cemento en la que se imponen los detentadores del gran capital, los desheredados de la fortuna son siempre los agraciados en la ruleta del infortunio.
Esta pandemia debe generar un efecto de solidaridad que abra los ojos a quienes, ciegos por el amor al dinero, caen en la codicia más extrema, convirtiendo su avaricia en su existir.
Es por ello que este virus de la muerte puede convertirse en el virus de la comprensión, que defina el rol de la especie humana y la torne más noble y solidaria.
¡Ojalá de esta situación pudiera emerger una sociedad con más valores y menos taras!
En fin, estamos en cuarentena, apreciando el valor de la familia y de nuestras mascotas, apreciando el valor de la vida más que el poder y la riqueza, esperando que esto pase para poder abrazar, tomar de la mano o besar, cosas simples que por no tenerlas, hoy las consideramos maravillosas.
Hoy es tiempo de Dios, nos toca agradecer su infinito amor y perdón, reconocer que por olvidarnos de él pasan estas cosas.
Tal vez muchos comprendan que Él no se olvida jamás de nosotros.
¡Qué este momento de recogimiento familiar sea para bien, aunque algunos hoy lo vean como una prisión domiciliaria!
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