La oscuridad de la noche no impide que sus pronunciadas olas alcancen el ritmo de una montaña que se oculta y se expande cual delicioso tobogán provocativo.
La humanidad nunca ha podido encontrar el misterio.
El tiempo es mágico en el Triángulo de las Bermudas. No son las últimas décadas quienes han presumido descubrirle.
Se pierde en la distancia y en el abismo de la vida.
Barcos, aviones, cometas, imperios, reinados, papados y todo un desfile en carnaval han desguazado sus entrañas en busca del dorado perdido.
Nadie atina a dar con la suerte. Se hace pasajero el misterio que se escapa entre las manos impotentes.
Desde Puerto Rico a la Florida y desde aquí a las islas perdidas en el Atlántico norte, descubiertas por Juan Bermúdez en el 1505, las Bermudas.
Un triángulo que ha hecho historia y ha sido motivo de anécdotas e infinitas páginas apasionadas y llenas de misterio.
De repente brota y estalla cual volcán su larva. Su serenidad es engañosa, ni siquiera Bermúdez dejó un rastro. Su paso fue imperceptible.
Tal vez terminó al norte de Santo Domingo y desde allí se dio al encanto y al ron. Su tataranieto Erasmo inmortalizaría el apellido en una botella desde el 1852.
Podríamos gozar con aquel barrullo de la brisa “encañada” que se destila en la melaza que cubre tu cuerpo.
No hay triángulo más amado y pervertido a la vez. Se nos abre cariñoso y acogedor y es capaz de ahogarnos en un sumergimiento que nos succiona la sangre.
Nos exprime dejándonos exhaustos y confundidos. La locura es sinónimo de sus placeres y desde allí nos empuja al empedrado precipicio que nos hace esclavos de sus mieles.
Salir airoso del triángulo es quitarse de encima la maldición de mil brujas. Al colocarnos fuera de sus fronteras sentimos un confuso alivio deseado y perdido.
No es fácil evitar las tentaciones del triángulo, volar en sus aguas es siempre algo incierto y exquisito.
La sorpresa ronda entre sus límites. Podrían pasar sin ser sentidos los latidos igual que sacarnos el corazón de un tajo.
Tantos se han perdido para siempre y jamás ni siquiera sus nombres.
Tantos hemos navegado entre sus filos sin apenas cortarnos un dedo.
La última vez que lo vi, andaba sobre el cielo de La Habana. Sus ojos parecían salirse apasionados, me invitaban a explorarlo nuevamente, pero me contuve.
No sé cuánto tiempo más podré abstenerme de sentir sus cálidas aguas. Sus vibrantes movimientos de Sotavento a Barlovento.
Su riada de espuma que surca todo el Atlántico hasta llegar a las Antillas.
Los piratas solemos ser insolentes con el viento, con los huracanes y los barcos fantasmas.
Solemos navegar los siete mares y las sesenta y nueve soledades escondidas que añoran lenguas de escarmiento.
No hay mayor misterio que el Triángulo de las Bermudas. Su honda grieta sigue tragando sueños e ilusiones.
Sigue sembrando fantasías y momentos de espanto y de placer.
Sigue ahí, entre San Juan y Saint George, entre Hamilton y Agua dulce.
En realidad, está en todas partes. Su sigiloso movimiento se desplaza cual serpiente desde el mismo origen del hombre. Eva se lo mostró a Adán y allí nació la leyenda.
“Cuestión de calidad” así se ha promocionado por décadas el ron Bermúdez que hoy disfrutan los dominicanos gracias a Erasmo.
¡Jamás! Nos hubiéramos imaginado que el Triángulo de las Bermudas surgió en el Caribe gracias al amor de una india taina y un tal Juan Bermúdez de cuyo paradero nunca más se supo. ¡Vaya triángulo que hala!. ¡Salud!. Mínimo Caminero.
massmaximo@hotmail.com
(El autor es artista plástico dominicano residente en West Palm Beach).
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