Por Emiliano Reyes Espejo
Cuando la ira te invade, ¿qué hacer? La respuesta merece una explicación académica.
Cada día observamos con mayor frecuencia manifestaciones de ira en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Los medios de comunicación reseñan con inusitada frecuencia hechos que en su trasfondo son expresiones de la ira humana.
Preocupa, sin embargo, que esa ira humana se manifieste como ira animal. Pero, ¿hay una ira animal? Y si existe, ¿cuál es su diferencia con la ira humana?
¿También existe una ira social? ¿Qué particularidad tienen la ira animal y la ira social?
Los psicólogos, psiquiatras, sociólogos y hasta los antropólogos, y demás estudiosos de la conducta humana deben responder a estas interrogantes. Sin ánimos –de mi parte- de concluir en nada, solo establecer que existen y que, por alguna razón, estallan de la misma manera y causan similitudes de daños.
¿Y cuáles son los daños que causan la ira humana y la ira animal? ¿Fue la trágica y fulminante muerte de la joven arquitecta Leslie Rosado una típica manifestación de ira animal? Los mismos podríamos decir de otros casos de muertes violentas ocurridas en los últimos días en el país.
Tienen que existir causas que inducen a la ira. ¿Se han realizado estudios que determinen las procedencias, los orígenes de la ira que late en el corazón de la sociedad? Si no se ha hecho, ¿qué se espera?
Ha pensado alguna vez por qué muchos dominicanos somos iracundos.
Una observación simple, no científica, puede situar la causa de la ira en razones históricas. También podría ser una causante, la profunda expresión de desigualdad socio-económica y educativa que ha permeado el cuerpo social en los últimos años.
La ira incluso tiene referencia bíblica. Un día Jesús estalló en ira y echó del templo a los farsantes. La ira, por tanto, «no es cosa de ahora», diría el legendario merenguero Johnny Ventura. Me llega a la memoria dicho sea de paso una serie de manifestaciones de ira que he registrado en el discurrir de mi existencia, desde mi niñez hasta la adultez.
En mi niñez tuve un espantoso arranque de ira en la escuela que pudo terminar en tragedia. Ocurre que cuando asistía al primer curso de la primaria, con apenas cinco o seis años de edad (antes se entraba tarde a la educación inicial) otro niño, Nelli, me asediaba. Desde que entraba al curso éste se paraba de su butaca y acudía donde mí para quitarme el lápiz, el borrador y a veces hasta el cuadernito. Lo que más me dolía de todo era cuando me arrebataba el único «chele» que a veces tenía para comprar «canquiña» de las que hacía doña Cacao («La canquiña» de Cacao») para vender a los niños de la escuela Apolinar Perdomo.
En una ocasión entré sigiloso al curso, medio asustado, temeroso de que Nelli me viera llegar. De tez oscura y contextura fortachona, éste era temido también por todos los demás niños. Me senté en la última butaca, en el extremo del aula, «bien atrás», ubicada en la esquina del fondo. Pretendía pasar desapercibido. Pero éste miró para donde yo estaba y me vio. Se paró de su butaca y caminó hacia mí caminando en el estrecho pasillito pegado entre la línea de butacas y la pared. Desde que llegó me arrebató el lápiz y me pidió que le diera el «chele» de la canquiña. Ahí estuvo su error. Con mi canquiña no se podía meter.
Me ahogó la rabia, me paré de la butaca y, aunque lleno de miedo, estallé en una especie de ira infantil. Sin pensarlo propiné un fuerte golpe con mi famélica manito en la cara de Nelli, quien queriendo esquivar el golpazo, jaló la cabeza hacia atrás, golpeándose fuertemente contra la pared, cayendo desmayado al piso.
El profesor Tuti vio la acción y corrió hacia nosotros. Escuché que uno de los niños gritó:
-«! Profesor, profesor, mató Emiliano a Nelli!».
Cuando oí esa expresión me abrazó una indescifrable turbación y corrí despavorido para mi casa. En mi inocencia, creí, mientras corría, que realmente había matado a una persona.
Llegué asustado a la casa. Mi padre Eloy conversaba con mi tío Silvestre, mi hermano Alejandro y los sobrinos Fernando y Andresito Reina, en el patio de la vivienda en la calle 10 de marzo, ubicada en el extremo opuesto del pueblo, trayecto que recorrí dando gritos. Tomaban café y fumaban cigarro de tabaco de los llamados «papuché». Cuando me vio llegar, todo azorado y con lágrimas en los ojos, mi padre me preguntó qué me ocurría, qué porqué no estaba en la escuela.
Tembloroso y entre llantos, le dije: -«Papá, papá, maté uno en la escuela, maté a Nelli, el hijo de Colorao…»
En principio no me creyeron. Pensaron que se trataba de cosas de niños, pero ante mi estado de angustia e insistencia, entre sollozos, mi padre Eloy, Silvestre, Alejandro y los primos decidieron por si acaso, armarse de mochas y machetes. También, de algunos palos que estaban arrimados a la empalizada de la casa. Si había un muerto, el pleito seguiría, se produciría una reacción violenta de los familiares de la víctima. Así eran las cosas en estos pueblos chicos nuestros.
La familia de Nelli eran personas tachadas de guapas y eso activó más la tensión entre los presentes. Después de cierto tiempo de espera, -que pareció una eternidad-se alcanzó a ver al profesor Tuti que se aproximaba con pasos parsimoniosos hacia mi casa. Cuando el profesor vio a estos hombres armados, pasó sus manos por la cabeza con un gesto de preocupación.
-«Y qué está pasando aquí, cálmense, cálmense», expresó. -«Don Eloy, serénese, no ha pasado nada».
«El otro niño –relató- recibió un golpe fuerte con la pared y cayó desmayado. Nosotros lo socorrismo, le echamos agua en el patio de la escuela y se recuperó, ya todo está bien, tranquilos».
-¡Gracias a Dios!, exclamó mi padre. Luego de esta buena noticia, los presentes guardaron las armas y el profesor Tuti se quedó un rato en mi casa, lo que aprovechó para tomarse un cafecito. Pasado el tiempo Nelli dejó la escuela y se dedicó a trabajar la tierra y en un camión de su padre, creció bastante y desarrolló una atlética corpulencia que era de temer. Cuando nos encontrábamos en el parque, siendo ya unos jovencitos, me preguntaba si éste se acordaría de aquel nocaut y rogaba a Dios que no, que ojalá no memorice, para mi propia tranquilidad.
En otra ocasión me ocurrió con Collado, un compañero de curso en la secundaria en el liceo Federico Henríquez y Carvajal de Barahona. Cuando pasaban lista y me llamaban, éste se paraba frente a mí y con una peineta comenzaba a peinar su cabellera al estilo Elvis Presley. Su actitud era motivo de carcajadas en el curso, pero yo no reaccionaba, «tragaba en seco» y permanecía callado, sabía que lo hacía para fastidiarme por mi apellido «Espejo».
Un día se paró frente a mí a repetir el gesto burlesco y yo, hastiado y sin pensarlo dos veces, di un solo golpe en el rostro de Collado que rodó llevándose «de paso» a varios pupitres. Cuando se incorporó se encontró de frente con la profesora Tatica, una espigada y hermosa cubana de color grifo, pelo castaño, labios carnosos y gran estatura que yo visualizaba en casi seis pies. Nos impartía la clase de lengua española.
Ésta se arremangó su impecable blusa blanca «como si fuera un hombre» y desafió a Collado para que peleara con ella:
-«Ven, ahora pelea conmigo abusador. Lo tiene harto con tu maldito relajo, fájate conmigo», expresó colérica y rostro enrojecido la profesora Tatica. Collado, con talante de guapo y furioso, dijo que me esperaría a la salida. Entonces la maestra le advirtió: -«Si le pasa algo a la salida, te quemo la materia, ya sabes, tú fuiste que lo provocaste».
Y así mismo fue, Collado me esperaba en el frente del liceo a la salida de clases, me miraba con ganas de «entrarme a golpes», pero se contenía. Pasó sin problemas la materia de la profesora Tatica. Después me encontraba con él en el recinto de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) donde estudiábamos, y aunque esperé alguna reacción, nunca ocurrió nada, todo lo contrario, nos saludamos con afecto.
En otra oportunidad, regresaba con mi novia que luego sería mi esposa, Luz Virginia, de recibir docencia en la UASD. Eran los días duros de las protestas estudiantiles. Íbamos en la guagua de la ruta «Luperón por Arriba» y ya pasaban de las 11:00 de la noche. El autobús universitario avanzaba a toda velocidad, atestado de estudiantes. Uno de los compañeros aprovechó la situación para pegarse de manera morbosa a las jóvenes, «quemándolas», como se decía entonces. Lo hizo con mi compañera y ella le llamó la atención, pero insistía.
Escuché que una de sus compañeras de la Facultad Humanidades murmuró: -«Aquí va a ver problemas». Ella sabía que yo iba en la guagua y trataba de disimular, no darme por enterado, él insistió. Otra de las muchachas que vio la acción, le dijo entonces: –»Mira, esa muchacha anda con su novio». Tampoco a ella le hizo caso. Avancé entre los estudiantes y me acerqué al individuo y le propiné una sola trompada al rostro. Ahí se armó un pandemónium, «todos contra todos», a «trompadas limpias» y con el griterío de las mujeres de fondo.
Yo solo escuchaba cuando decían: -«Chofer, chofer, párate que se están matando aquí». El conductor acelera más la guagua. Nos fuimos dando trompadas hasta llegar a la primera parada próximo a la calle Padre Castellanos (antigua 17). Cuando el autobús se detuvo que bajó un grupo de estudiantes, desde la acera escuché que me vocearon: -«No te apures, nos encontramos en la universidad». A partir de entonces, vivía como «guinea tuerta» en el campus universitario, a la espera de que alguien, que no conocía, me dijera que era el de la trompada y quería el desquite.
Un día, ya trabajando como reportero del noticiario «Radio Mil Informando» de Radio Mil, llegué a la redacción y escribía las noticias para la edición del mediodía. Trabajábamos bajo una fuerte presión y Don Víctor Melo Báez, un periodista sagaz, de gran capacidad y habilidades únicas para el periodismo, era nuestro director de prensa. – ¡Tecla! ¡Tecla…! ¡No me piensen, yo pienso por ustedes…!teclaaaa…! nos decía Don Víctor para presionar la producción de noticias. En medio de esa tensión, el locutor John (Juan) García insistía en hacerme bromas. Era chancero natural, salía de la cabina de lectura de noticias para bromear con los periodistas. Nadie escapó de sus cherchas. Ni siquiera el director de prensa, los otros locutores y demás empleados.
Un día comenzó a hacerme bromas, pero yo había llegado al trabajo con «el apellido en la cabeza», con «el monte de mi campo revoloteado». Él no tenía por qué saberlo, solo vivió el perturbador momento de mi imprevista reacción:
-Te dije que no me jodas. Tú quieres que te «efleque» esta maquinilla en la cabeza. García, un estudiante de medicina y locutor, hombre alto, fuerte y de ojos saltones quedó impávido ante mi inusitada reacción. No sé con qué fuerza, pero alcé con furia la maquinilla de escribir con que trabajaba, la cual no era liviana, y la levanté casi a nivel de la cabeza de éste, con un tono amenazante.
Hubo un silencio expectante en la redacción. Víctor Melo me quitó la maquinilla, la puso en la mesa de trabajo con forma de cruz y me pidió que me calmara. Pasado este mal momento, continuamos trabajando. Don Víctor, siempre hiper activo y super rápido en el uso de la maquinilla, fue a la pizarra de la redacción, le pasó un borrador y escribió con letras grandes: EFLEQUE, una nueva palabra en el diccionario español.
La susodicha palabra duró varios días en la pizarra y ya a mí me daba vergüenza mirarla. Eso no pasó de ahí, después se hacían cherchas colectivas sobre el tema y los colegas, que me apodaban «ERE» (abreviatura de mi nombre y apellidos que ponía para identificar mis noticias) gozaban un mundo conjugando el alegado verbo «eflecar». –»Tú quieres que te efleque», chisteaban.
Eran tiempos memorables de la redacción de este icónico noticiario Radio Mil Informando. No recuerdo que haya tenido otro ataque de ira como los señalados. El fenecido colega Germán Santiago, que Dios lo tenga en santa gloria, coincidió conmigo en un supermercado de la plaza Corall Mall de la otrora autopista de San Isidro, se me acercó y observando tranquilamente me dijo:
-«Tú eres un hombre manso, un hombre bueno, sin malicias…».
No sé cómo lo logré, pero creo que a raíz de estas expresiones del tan distinguido colega, me di cuenta de que había superado aquellos tiempos de ira. Era entonces ¿ira humana o ira animal?.
ere.prensa@gmail.com
(El autor es periodista residente en Santo Domingo, República Dominicana).
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