El novelista y dramaturgo chileno-estadounidense Ariel Dorfman, autor de “La muerte y la doncella”, “Memorias del desierto” y otras joyas literarias, considera que la pandemia del coronavirus ha dejado a millones de personas atrapadas en un presente continuo, impedidas de proyectar el futuro como antes, de basar la marcha hacia adelante en un puñado de ilusiones más pueriles o más desesperadas.
Dice que el confinamiento social nos obliga a mirar alrededor con crudeza, a evaluar la distancia entre nuestras ambiciones y nuestras posibilidades bajo una luz nueva y despiadada, como si de pronto hubiésemos despertado a mediodía en medio del desierto.
Él no es el único que en dar testimonio de las profundas huellas que dejará la peste a nivel mundial. Lo cierto es que, sea creado o no con fines perturbadores, el Covid-19 cambiará los hábitos y el comportamiento social de la humanidad. La cotidianidad no seguirá igual debido a esta amarga experiencia.
La enfermedad ataca por igual a ricos, pobres, hombres, mujeres y niños sin importar la nacionalidad. La misma ha servido para dar una lección a los altaneros, a aquellos que desvían la mirada para no percatarse de la pobreza de las personas más afligidas, a los indolentes y a los ladrones del erario público.
También, ha puesto a pruebas los débiles esquemas de salubridad para situaciones de emergencias epidemiológicas y la capacidad de nuestros gobernantes para lidiar en circunstancias catastróficas.
Ariel Dorfman, que además es coautor del libro “Para leer al Pato Donald” (1971) junto al escritor belga Armand Mattelart, una obra clave de la literatura política, respondió a las preguntas del diario español El País sobre la realidad que vive el mundo en estos momentos cruciales. Sus respuestas, bien atinadas, describen la tétrica realidad que pademos.
Por considerarlo de mucho interés para el público, el contenido de la entrevista lo reproduciré en dos entregas:
Pregunta. Con las primeras imágenes de ciudades en cuarentena muchos recurrieron a la palabra “distopía” para describir lo que veían, y el discurso público se llenó de metáforas bélicas para hablar de la lucha contra el coronavirus. Algunos gobiernos aprovechan esta situación para aumentar el control ciudadano o implementar medidas que tendrían una resistencia natural en tiempos más normales. ¿Le preocupa este desplazamiento de la “normalidad” o sus consecuencias para el futuro?
Respuesta. En efecto, reconozco que junto a la posibilidad de una renovación del impulso liberador existe el peligro de que quienes ostentan el poder en algunos países utilicen esta crisis gigantesca para imponer una regresión autoritaria, una tendencia que ya se nota. Trump dice que está “en guerra” contra el virus, pero la guerra que de verdad quiere ganar es contra los inmigrantes, contra las mujeres que buscan un aborto, contra la regulación de la industria y las grandes petroleras. Ya ha tomado medidas para perseguir estos objetivos.
El panorama en derechos humanos es desolador. Ahí están las medidas antidemocráticas de (Viktor) Orbán en Hungría, la persecución de periodistas en Egipto, la detención de activistas en Hong-Kong, el intento de Netanyahu de vigilar a sus compatriotas, el acoso de disidentes en Bolivia y Nicaragua, ni qué hablar de los delirios de (Jair) Bolsonaro en Brasil. He explorado, a lo largo de mi vida, en obras de teatro, novelas, cuentos, ensayos y poemas, el reino y reinado del miedo: cómo tuerce a los seres humanos y los lleva a aceptar los peores crímenes en nombre de la seguridad y el “orden”.
No me extrañaría que vastos sectores de la ciudadanía, presos de ese miedo, extenuados por el aislamiento y la ruptura de sus hábitos y rituales cotidianos pudieran verse tentados por soluciones autoritarias que prometen un retorno a “cómo eran las cosas antes”, que no les importe que queden escatimadas las libertades con tal de tener algo de “normalidad”. Es un momento en que veremos el vigor y arraigue que tiene la democracia como práctica y como aspiración o si, como lo advirtió la expresidenta Michelle Bachelet, ciertos gobiernos van usar el coronavirus como excusa para “socavar el Estado de Derecho”.
Pregunta. La crisis global parece dejar en evidencia las actitudes políticas más indiferentes hacia lo que podríamos llamar “el bienestar colectivo”, y también los límites de ciertos discursos (como el del populismo o el de la meritocracia). ¿Cree que las formas de manejar esta crisis puedan cambiar la relación que tenemos con la política o con nuestros gobernantes?
Respuesta. Aún es temprano para hacer pronósticos. Lo que me parece incontestable es que la ciencia ha salido fortalecida de esta catástrofe, no solo en el prestigio que alcanza el conocimiento científico y medicinal, sino también en cuanto a la necesidad de efi-ciencia y, claro, con-ciencia. Esto ya significa una derrota de los mentirosos, los demagogos, los inmisericordes. Y es posible, aunque no seguro, que la incompetencia e idiotez que han mostrado a mansalva algunos gobernantes (Trump, Bolsonaro, Modi, Putin, Jeanine Áñez, entre otros) lleven a su derrota ignominiosa en próximas contiendas electorales. Pero tengo, además, la esperanza de que este cataclismo que nos aterra y aísla pueda llevar a un intenso aprendizaje de lo que de veras importa, lo que es crucial para nuestra felicidad.
En vez de un consumo desenfrenado y la búsqueda de ganancias, valorar el amor y la bondad de los demás, reconocer que todos necesitamos techo, comida, seguridad, paz, salud. Si quienes enfrentamos la pandemia hoy fuéramos capaces de aferrarnos a esas certezas más allá de la crisis actual, tal vez podríamos salir de ella armados de un dejo de sabiduría, más profundamente sintonizados con nuestra condición humana elemental. Tribulaciones que, al poner a prueba nuestra fortaleza y capacidad de resistir la adversidad, pueden terminar convirtiéndose en un aliciente para crecer y madurar. Creo que sería un desastre moral irreparable si, al dejar atrás este cataclismo, olvidásemos la noche oscura del alma y del cuerpo por la que acabamos de pasar. Una tarea básica es ponernos a generar entre todos un nuevo tipo de discurso, diferente del populismo (que todo lo promete sin plasmar formas reales de participación) o la meritocracia (que todo lo promete sin explicar por qué son tantos los que se desviven trabajando y no logran tener lo mínimo para subsistir). Si hoy proclamamos que “todos estamos juntos en esta emergencia”, cómo asegurar que tal frase no sea mañana pura retórica, cómo desplegar la “imaginación responsable” de la que habla Alain Touraine para repensar el concepto mismo de humanidad, las modalidades liberadoras y no alienantes de la globalización.
Pregunta. ¿Qué tipo de experiencias cree que podrían dar lugar a esto?
Respuesta. En todo el mundo se ha rendido homenaje a los “trabajadores esenciales”, aquellos que han estado en la “primera línea”, sea sanando y cuidando a la población, sea asegurando que haya alimentos e insumos, aquellos que hacen funcionar la sociedad. ¿A estos compañeros, que suelen ser los más maltratados de la sociedad, los vamos a devolver a la invisibilidad a la que se les había relegado en épocas de menos riesgo y azar? En cuanto a los inmigrantes, por ejemplo, ¿cómo no abrirles nuestros corazones y nuestros países cuando muchos hemos pasado por una experiencia de naufragio y extrañeza que nos acerca a lo que tantos refugiados viven a diario? ¿Cómo recibirlos, después de esta experiencia de desamparo, con murallas y represión? Estamos ante una oportunidad única para concebir otra forma de relación humana, una anticipación del paraíso. Pero no se llega a tal futuro compasivo y supuestamente utópico sin una dosis potente de pragmatismo y buen liderazgo. Es una prueba de fuego para nuestra especie.
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