Era, o quizá es, un libro que no precisó de papel ni de tinta. Podría llamársele un libro inmaterial, pero jamás digital. Su autor no fue un cultor de la palabra escrita, más bien cultivó la tierra, con ahínco y tesón, para hacerla parir frutos para alimento de los humanos.
Muy cierto sí resulta que tenía una alta valoración del libro. El libro como depositario de sabiduría y de normas, casi dogmas, para vivir las personas y guiar sus relaciones con las demás. Por eso tenía el suyo donde apuntaba juicios que constituían un marco para colocar a los individuos según su comportamiento.
Ese libro simbólico equivalía a una representación de la autoridad de lo escrito, por eso un libro, no un barco, ciudadela. Quizá lo pensó como remedo de los códigos morales de las sociedades antiguas. Contenía, o se contiene, valores y apreciaciones que definen a este hombre, el autor.
Solía referirse a su libro iniciando con la expresión “en mi libro…” y agregaba un juicio. Así, ante un sujeto que del incumplimiento de los compromisos ha hecho costumbre, él afirmaba: “En mi libro, ese no es más que un irresponsable”. Un juicio benigno sería “…no es más que una mojiganga”.
Disfrutó de la abundancia de bienes con los que el Señor bendice
Como si imitara a Jesús cuando señalaba “está escrito…”, este pensador ingenuo proclamaba: “A un hombre como ese no deberían salirle pelos en la cara”. La barba asociada a la hombría, la hombría al bien y a los actos correctos. También figura en su tratado el respeto a la naturaleza: “…quien se ensucia en el río no le ve la cara a Dios”.
La persona no se deja ver la puerta tan fácil. Esto aseguraba en referencia a no honrar compromisos económicos. Un concepto de mayor alcance es aquella sentencia:” En mi libro, ese no vale una guayaba podrida”. Esto puede incluir, incluso, a un profesional que actúa fuera de la ética.
En ese libro, definitivamente imaginario, pero real para su autor, está escrito que para ser serio, un hombre o una mujer, hay que llenar muchos requisitos. Un juicio severo sobre una mujer, a partir de actitudes visibles: “En mi libro, esa no es más que un cuero”. Y pedía perdón por la palabra.
No era filósofo, pero filosofaba y recalcaba estas ideas a sus hijos. Me refiero a Chachá (Alejandro Peralta de la Cruz). En la antevíspera del Día del Padre, lo evoco con fervor, consciente de que cumplió su rol de padre y hombre de bien. Vivió del trabajo de sus manos, para orgullo de su descendencia.
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(El autor es periodista y escritor residente en Santo Domingo, República Dominicana).