«Si tu corazón es un volcán, ¿cómo pretendes que broten las flores?»Khalil Gibran
Se abre el telón:
Liszt: «La danza de los muertos»: https://youtube.com/shorts/t5M2BYc41zQ?si=LwDwqS6_9Nj-pibL
En el siglo XIX el pintor francés Alexandre Cabanel pintó en óleo sobre tela, a la edad de 24 años, «El ángel caído». En la mirada muy expresiva hay mezcla de rabia y desafío contra el que lo ha desterrado…, y surgió el odio.
La mayoría se avergüenza de reconocer que ha sentido odio, puro y simple, hacia otra persona. Pero nos interesa tratar sobre un odio más profundo y quizá más complejo: el que surge de la insatisfacción, la frustración, el fracaso, el resentimiento y la envidia en el contexto social.
En la historia de la humanidad millones de muertos y heridos en guerras alimentadas por el odio son una macabra realidad. Sin odio una guerra no es posible. Un soldado que no odie a su adversario en un conflicto armado es un peón inútil: hay que impulsarlo a odiar.
Spinoza definió el odio como «un tipo de dolor que se debe a una causa externa», y la psicoanalista Marie-Claude Defores lo consideró como «una fuerza deliberadamente desestructurante y deshumanizadora, la principal arma de la perversión: el discurso de odio mata; no es una palabra sino un acto destructivo». Y añade: «Es importante distinguir la agresividad, que es una pulsión de vida, del odio, que es una fuerza de despersonalización… El odio puede tomar formas más socializadas; rechaza lo nuevo, se vuelve hacia el pasado, produce repetición y despersonaliza».
En la misma dirección afirma Heitor de Macedo: “El odio no atrapa la verdad, la encierra en un pensamiento inmóvil donde nada puede transformarse, donde todo es para siempre inmutable: el que odia navega en un universo de certezas».
Y para el psicoanalista Pierre Delaunay: “Quien odia niega toda existencia al objeto de su odio; hasta el punto de reprimirlo si se manifiesta en lo más mínimo. Petrifica al otro para que apenas exista y, por si fuera poco, lo mata. No quiere tener nada que ver con la existencia del otro».
El tejido social permite la convivencia, el progreso, el crecimiento en toda sociedad. No es necesariamente un «amaos los unos a los otros» pero sí un «respetaos los unos a los otros».
El individuo, pieza del tablero, consume. Consume cosas e ideas. Entre las ideas está la que idealiza el amor. Sin embargo, recordemos que hay amores que matan o, igual de amargo, algunos matan por amor. Existe el amor «bueno»: el de la generosidad, solidaridad, desinterés, transparencia, honestidad (una cualidad aprendida, no existe entre los animales), fraternidad, etc. Algo como: «La liberación de la naturaleza del terror y la angustia hacia una interacción completamente armoniosa y hermosa entre los humanos y el mundo natural».
El respeto común encuentra entonces un flanco oscuro, tan sombrío como el lado infausto que todos tenemos y mantenemos en secreto absoluto dentro de nuestras propias mentes: traición, dolor, enfermedad, ingratitud, chisme, mentira, soberbia, envidia, tacañería, intriga, avaricia, obscenidad, hipocresía, lujuria y un largo etcétera, hasta el umbral de la muerte.
Muchos han vivido esos pesares del vivir que agravados por la frustración y el resentimiento engendran el mayor mal exclusivo al ser humano pues ningún otro animal lo conoce. La naturaleza, sin ley moral, nos enseña a matar y a robar para sobrevivir en el mundo natural. Incluso a mentir… ¿qué es el camuflaje sino una forma de mentira? Pero no nos enseña a odiar.
Para odiar hay que razonar, para razonar debemos tener lenguaje, o sea: humanos. Únicamente los Homo sapiens podemos racionalmente expresar frases como: «La vida es movimiento, pero no todo lo que se mueve está vivo», o incluso, «Cuando no hay miedo a la muerte todo está perdido». Ningún otro animal puede conceptualizar la Divinidad y su opuesto. Solo nosotros tenemos la capacidad de elegir bandos o astutamente jugar para ambos: con Dios y/o con el diablo. En ese juego olvidamos que «si la traición tuviera perdón, el diablo estuviera al lado de Dios».
Se ha planteado que empezamos a aprender a odiar cuando éramos cazadores-recolectores en constante desplazamiento como tribus y que al encontrarnos con otras tribus extrañas compitiendo por el mismo territorio empezaron los enfrentamientos que transmutarían en odio. Sumado a disputas entre miembros de la misma tribu que pudieran haber degenerado en odio entre pares.
Odiar es herir. El odio alimenta guerras y riñas. Hay una delgada línea entre lo que llamamos amor y este endriago. Cuando alguien desquiciado mata su pareja es la desesperación mutada en odio (de ahí la frase popular «se le metió el diablo»). Lanzar bombas, misiles y balas hacia «el enemigo», real o creado, militar o civil, es odio dirigido. Odio entre naciones, etnias…
Con todo, la necedad del hombre es infinita. En su afán de poder no asume que el último poder es la muerte, que es la nada, donde -talvez- no haya movimiento ni tiempo ni memoria…, y nos vamos deslizando en la vida hacia el odio; o lo das o lo recibes.
En tan solo una década la República Dominicana acumuló sobre treinta mil muertes violentas y en accidentes de tránsito. Buscar en Google: «Accidentes de tránsito dejaron 26,527 muertos en ocho años en la República Dominicana» y «Un promedio de 1,445 homicidios se registran cada año en la República Dominicana». Sin dudas hay que odiar un país para crear estas condiciones y que un matadero de estas magnitudes exista. Total, Agustín de Nipona escribió: «Sin justicia, ¿qué es el Estado sino una banda de ladrones?». A usted le roban todos los días: ¿dónde cree va a parar una buena proporción de sus impuestos?
«El odio es un sentimiento intenso respuesta emocional de repulsa hacia alguien o algo que provoca el deseo de rechazar o eliminar aquello que genera disgusto; es decir, sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, idea, o fenómeno. Así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo». La clase política criolla, y el gran capital del cual es herramienta, odian la República Dominicana: «Por sus frutos los conoceréis» y «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». (San Mateo 7:16-20/Juan 8:31-32)
El odio colectivo en una sociedad contra instituciones públicas o corporaciones privadas surge desde el descontento hasta mutar progresivamente en una efervescencia sangrienta fuera de control. Y como «todo mal tiene su origen» los idiotas son los que justifican que estructuras organizadas alrededor de intereses particulares se enquisten en sus sociedades, degradándolas. ¿A cuáles idiotas nos referimos? Veamos:
La palabra «idiota» nos llega del griego ‘idiótes’, utilizado para referirse a quien no se metía en política, preocupado tan solo en lo suyo, incapaz de ofrecer nada a los demás. Originalmente se refería a una persona ordinaria o privada, en oposición a alguien que era «pública» o activa en los asuntos públicos: ser un ciudadano activo en la vida política se consideraba un deber y un signo de virtud.
Estos idiotas no asumen responsabilidad ante advertencias básicas como: “todo gasto gubernamental es, en última instancia, una forma de impuestos”, lo que conlleva que la ineficiencia, el exceso de burocracia, la sobre remuneración de los burócratas (los afortunados, que no son todos) y la corrupción impune están drenando recursos críticos. Esto deriva hacia una calidad de vida empobrecida y eventualmente hacia un sentimiento de pesar colectivo…, buen caldo para el odio.
En la transición a idiomas europeos modernos «idiota» se refiere a una persona de poca inteligencia, carente de sentido común y buen juicio, con falta de discernimiento o que comete acciones estúpidas. Este comportamiento ya es habitual en los sistemas democráticos de los países tercermundistas (y en algunos desarrollados) con sus procesos electorales y sus engañifas electoreras. Las consecuencias son claras: sociedades donde las mayorías no generan suficientes ingresos para una vida estable, ahogadas en deudas, con muy baja formación y, por lo tanto, frustradas, resentidas…, y cargadas de odio. Los políticos razonan: «Son felices…, mírenlos tomando cerveza y ron, tarde y noche». No os equivoquéis, son solo amortiguadores…
El odio es dolor, antagonista del perdón y del amor. Consume el alma y nos ciega ante la vida y sus bondades. Es una herramienta siniestra por excelencia. Odiando lastimamos; herimos hasta lo más amado. Nos bloquea toda posibilidad de compresión, de entendimiento y de empatía. Corroe todo razonamiento y no nos permite, ni como individuos ni como sociedad, avanzar hacia la iluminación…, es el reino de las tinieblas. Se alimenta de sangre derramada y sufrimiento: Gaza, Ucrania, Haití y en tu propio entorno…
El odio más «simple» separa y provoca tragedias entre parejas, familiares, vecinos, socios, colegas y hasta entre desconocidos. No frenará hasta que nos consumamos como especie: si no odias, alguien te odiará… y así gira y gira el carrusel. Luther King nos advirtió: «La oscuridad no puede expulsar a la oscuridad; solo la luz puede hacer eso. El odio no puede expulsar al odio; solo el amor puede hacer eso». Con el desarrollo de la inteligencia artificial, los interfaces y otras tecnologías que podrían convertirnos en cíborgs no visualizamos el tema «amor» como relevante en esos tiempos y avances.
El odio es dominante al presente y el arsenal mundial de armamento nuclear lo confirma. Es el summun del odio contra la propia humanidad: la joya del ángel caído, hasta que nos sorprenda con otra peor.
Se cierra el telón con una reflexión de Eric Hoffer: «El odio es el agente unificador más accesible y completo. Los movimientos de masas pueden levantarse sin creer en un Dios, pero nunca sin creer en un demonio».
agustinperozob@yahoo.com
(Autor del libro socioeconómico La Tríada II en Librería Cuesta).