El novelista y dramaturgo chileno-estadounidense Ariel Dorfman tiene una profunda visión sobre la evolución de la humanidad y su relación con el hábitat, especialmente la transformación que está experimentando la tierra a causa del calentamiento global.
Él expresa temor de que la crisis creada por el coronavirus Covid-19 obstaculice las soluciones inmediatas a los efectos que están causando a la sociedad mundial los cambios repentinos que se registran en la tierra.
La inquietud la expresa en la entrevista concedida al impreso español El País la cual reproducimos a continuación en una segunda entrega:
Pregunta. Aunque fueran anecdóticas, las noticias sobre el descenso de la contaminación en algunas ciudades y la aparición de animales en lugares inéditos también revelan lo tóxica que es nuestra relación con el mundo. ¿Tiene esperanzas de que esta crisis pueda alterar en algo nuestra conciencia sobre la crisis climática en que vivimos?
Respuesta. Aparte de la preocupación constante por la salud de la familia y amigos dispersos por el mundo y el desconsuelo de presenciar tanta muerte y sufrimiento en tantos lugares entrañables, lo que constituye mi mayor inquietud es la forma en que la pandemia afecta la posibilidad de enfrentar el cambio climático.
Celebro los aires más límpidos y las visitas de animales varios a las ciudades súbitamente vacías (en Chile han aparecido pumas y cóndores; en Carolina del Norte, ciervos y zorros). Es un atisbo del mundo como podría ser si no estuviéramos contaminando la atmósfera, dedicados a extinguir especies y extraer y consumir petróleo a destajo. Y podría transformarse, cuando salgamos de esta catástrofe, en un acicate para emprender, con más ahínco, políticas que nos lleven a encarar de una vez por todas la amenaza apocalíptica que nos plantea el calentamiento global.
De hecho, estábamos bien encaminados a imaginar e implementar esas políticas antes de la pandemia, gracias a un movimiento ciudadano, especialmente de jóvenes, que reclamaba soluciones drásticas —tecnológicas, económicas, de estilo de vida— al problema.
Mi temor es que la crisis que ha creado esta enfermedad dificulte esas soluciones. Cuando tantos millones han perdido su empleo y tenemos un diluvio de industrias y negocios en bancarrota, cuando la vida cotidiana que nos da algún sentido de estabilidad se ha visto corroída y menoscabada, cuando hemos padecido una situación en que los paradigmas que creíamos eternos tambalean y los cimientos de nuestra identidad se debilitan, pedir cambios radicales como los que exige confrontar la destrucción del medioambiente puede parecer irreal y excesivo. Primero, se dirá, retornemos a alguna semblanza de “normalidad”, antes de hacer experimentos que nos van a producir aún más estrés, que van a cuestionar costumbres que por lo menos nos dan la ilusión de permanencia después de meses (¿años?) de vaivenes y fluctuaciones.
Es probable que todas nuestras energías, todos los recursos de que disponemos, se vuelquen a urgencias inmediatas, el intento de que el mundo como lo conocíamos vuelva a funcionar y fluir como antes. Hay que tomarse un respiro, se dirá. Sin tomar en cuenta de que se trata justamente de que cada vez va a ser más difícil respirar, que se aproxima la hora vengativa de los océanos y las tempestades, las sequías y las hambrunas, la hora de los desenlaces aterradores. Porque solo nos queda una década para resolver este trance existencial.
Es probable que esta epidemia mate menos gente que las anteriores (pensemos en las pérdidas ocasionadas por la viruela entre los pueblos originarios de América, para no ir más lejos), pero llega en una encrucijada única en la historia humana, cuando necesitábamos toda nuestra tenacidad e ingenio para deshacer el daño que le hemos hecho y seguimos haciendo a la naturaleza.
Sería una tragedia que las secuelas de esta enfermedad nos llevaran a desviar nuestra atención de la tarea verdaderamente impostergable del momento: sobrevivir a un desastre incalculablemente mayor y más letal que este virus tóxico.
En los últimos tiempos, dirá después el coautor de Para leer el Pato Donald —el ensayo célebre sobre el colonialismo cultural en las historietas de Disney que publicó en 1971 junto con Armand Mattelart— ha estado pensando en Cervantes. En Estados Unidos acaba de publicarse su nueva novela, Cautivos, que se enfoca en los meses en que el creador de El Quijote pasó en la cárcel de Sevilla. “¿Quién podría haber presagiado que esa obra, que ‘se engendró en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación’, inauguraría el género de la novela moderna que conquistó el mundo y es todavía el fundamento de nuestra mirada actual sobre la condición humana? Tengo fe de que, en este momento de múltiples confinamientos, incomodidades y tristes ruidos, hay alguien, y más que alguien, que va elaborando una visión sobre la vida que nos va a ayudar a imaginar quiénes somos en estos tiempos de pandemia y esperanza».
Después de contestar a las primeras preguntas, Ariel Dorfman recibiría un correo electrónico que le pedía si podía responder una más: su diagnóstico de la situación es, simultáneamente, sombrío y luminoso; las razones para desesperar parecen fáciles de asumir, pero…
Pregunta. ¿En qué tipo de experiencia se origina su esperanza? ¿O cree que es la única actitud posible frente a esta situación?
Respuesta. Es una pregunta que me han hecho a menudo: ¿cómo puedes tener esperanza en el género humano, habiendo presenciado tantas vilezas y ultrajes, tantas traiciones y complicidades de hombres y mujeres que, mal que nos pese, no son monstruos, sino que gente común y corriente? Mi respuesta, tal vez obcecada, ha sido siempre: es justamente por mis experiencias y dolores que tengo esperanza. ¿Cómo dejar que gane la partida ese lado maldito nuestro, aceptar que vamos a repetir eternamente esos errores y desmanes, como lo profetiza Orwell hacia el final de 1984?: “Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano, incesantemente”.
Asiento ese optimismo en la existencia de avances irrefutables: ahí están la abolición de la esclavitud, la promoción de los derechos de minorías, niños y pueblos originarios, nuestra creciente conciencia ecológica, la lucha por la igualdad de género, evidencia de que otro mundo sí es posible, que, si pudimos dejar atrás cantidad de aberraciones del pasado, ¿quién nos impide hacer lo mismo con los problemas que nos aquejan hoy? La energía y la bondad no faltan, como lo manifiestan las últimas muestras de sacrificio en el combate contra la pandemia.
Reconozco, de todas maneras, que mi fe, que a veces parece ciega y emocional, fruto de mi voluntad más que de un análisis frío de lo real, puede terminar siendo una mera ilusión, un espejismo que me ayuda a sobrellevar cada día con algún sabor de alegría y sanidad.
No dudo de que ese empecinamiento en hallar lo positivo en las peores circunstancias puede que se origine en circunstancias personales, como una infancia en que mis padres me brindaron un amor incondicional. Tuve la suerte de renovar esa confianza en los otros seres humanos por medio de tantos amigos y compañeros y sobre todo por la lealtad de Angélica y la familia maravillosa que tenemos, una convicción que se confirmó durante los mil días de Allende, cuando vi cómo mis compatriotas más olvidados y menospreciados iniciaron transformaciones épicas, probando que la injusticia y la desigualdad no son condiciones eternas, que podemos cambiar nuestro destino.
A veces pienso, sin embargo, que una mirada más descarnada (mi mujer diría más realista) sobre nuestra desolación actual podría ser lo que precisamos para despertar de la pesadilla y amenazas que nos acechan, es decir, hacer el aprendizaje de lo mucho que sigue fallando en vez de seguir entregando la consolación de una esperanza que no merecemos. La visión que plasmo en mis escritos no está exenta de dudas, tonos oscuros, ambigüedades. De hecho, creo que la ambigüedad es una de las armas estéticas más potentes y necesarias en una sociedad global que busca y abraza soluciones simplistas, sentimentales y formulísticas, una situación comunicacional reductiva que ha empeorado con el imperio de los medios sociales. Así que mi optimismo no es algo dado. Tengo que luchar cada vez que me levanto de la cama en las mañanas para seguir creyendo que la especie logrará superar este momento tan peligroso.
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