Redacción (RT.com).- Y un día, todo el pueblo cantó: Maradó, Maradó.
Ya son las primeras horas del jueves y a la Plaza de Mayo siguen llegando dolientes, muchos de ellos todavía incrédulos. No puede ser que Diego Armando Maradona, su Diego, haya muerto. La desconcertante noticia ya recorrió al mundo, pero algunos todavía no salen del estupor. Sueñan con que no sea verdad.
Parejas, grupos de amigos y solitarios arriban armados con reposeras, mantas y termos para esperar con paciencia a que se abran las puertas de la Casa Rosada que ya luce un gigantesco moño luctuoso en su fachada. Ahí, en el Salón de los Patriotas Latinoamericanos, el mismo en donde hace 10 años una multitud despidió al expresidente Néstor Kirchner, ya está el féretro de Maradona.
Pero todavía faltan varias horas para que permitan el paso de los seguidores del ídolo que se van formando en la valla que armó el Gobierno para un velorio reconvertido en operativo de Estado. Primero hay una ceremonia íntima de la familia encabezada por sus hermanas, su exesposa Claudia Villafañe, sus hijas Dalma, Gianinna y Jana. Su expareja Verónica Ojeda llega con Diego Fernando, el hijo menor de Maradona. Tiene apenas siete años. A su última novia, Rocío Oliva, no la dejaron pasar.
También se acercan sus compañeros de la Selección argentina que ganó el Mundial México 86. Los rostros serios y la mirada baja acompañan a Oscar Ruggeri, Sergio Batista, Luis Islas y Jorge Gurruchaga. El desfile de jugadores de distintas generaciones sigue con Javier Mascherano, Carlos Tevez, Martín Palermo, Gabriel Heinze y Maxi Rodríguez, nombres plagados de prestigio que sabían que Maradona sería, siempre, el mejor de todos.
Adentro de la Casa Rosada habita un dolor discreto. Afuera, en cambio, hay bocinazos, aplausos, cantos, gritos, bombos, bengalas. El duelo popular se expande a lo largo de Buenos Aires.
Desde las seis de la tarde, miles de fanáticos se citan en el Obelisco. Algunos se animan a jugar un partido en plena Avenida 9 de Julio. Qué mejor homenaje que patear una pelota. Otros se acercan a las canchas de Boca Juniors, el amado equipo de Maradona; a la del club Argentinos Juniors, que lleva su nombre, y a la de Gimnasia, el último equipo que dirigió. Un grupo más lo llora en Villa Fiorito, el humilde barrio en el que nació.
Amor infinito
Las convocatorias son espontáneas. Los seguidores del «10» salen a las calles y a los estadios para acompañarse en la tristeza y armar altares públicos que se colman de velas, flores, mensajes escritos a manos, carteles, fotografías, recortes de diarios, banderas, camisetas. En el asfalto, artistas se animan a dibujar gigantografías del rostro de Maradona.
«Siempre serás el amor de mi vida», «El Diego es lo más grande que hay», «Diego no se murió», «¡Gracias Diego!», «Gracias, 10, por ser villero y peronista», «Nunca te olvidaste de nosotros», «Contigo murió el futbol», rezan algunos mensajes.
En las rejas de la Casa Rosada quedan colgadas mantas con leyendas todavía más contundentes: «Dios es argentino y peronista. Hasta la victoria siempre, compañero», advierte una. «No me importa lo que hiciste con tu vida. Me importa lo que hiciste con la mía», completa la otra.
¿Cómo explicar, cómo entender tanto cariño? «A los pobres nunca nos dan nada. Diego nos dio alegrías, nos hizo felices», resume un señor sesentón que deambula por el Obelisco con la bandera argentina amarrada a modo de capa. No puede terminar de hablar porque la voz se le quiebra y las lágrimas se agolpan en su mirada.
A su lado, un grupo de amigos comparte recuerdos de qué estaban haciendo el 22 y el 29 de junio de 1986. Son fechas imborrables para los argentinos. El 22, Argentina le ganó 2-1 a Inglaterra en los cuartos de final del Mundial México 86. Ambos goles fueron de Maradona. Siete días más tarde, la Selección alzó la Copa.
En las redes sociales, los que no se animan a salir a enfrentarse con aglomeraciones en plena pandemia de coronavirus, organizan un aplauso a las 10 de la noche para homenajear al mejor 10 de todos los tiempos. La cita es desde la ventanas. Y cumplen. La ovación que recorre la ciudad estremece. Hoy no es una noche para los insensibles.
«Olé, olé, oléeee, Dieeeego, Dieeeeego…», repiten en un mantra desconsolado alrededor del Obelisco. «Y todo el pueblo cantó Maradó, Maradó / nació la mano de Dios / Maradó, Maradó / sembró alegría en el pueblo / regó de gloria este suelo», cantan y bailan otros. Ya en plan de pogo, aventándose entre sí, como si estuvieran en la cancha, recitan: «Vení, vení, cantá conmigo / que un amigo vas a encontrar / que de la mano / de Maradona / todos la vuelta vamos a dar». Entre risas, lo alternan con un: «el que no salta es inglés».
Las luces de edificios públicos y de los estadios se encienden para honrar a Diego. En La Bombonera optan por iluminar su palco. La Asociación del Futbol Argentino se niega a suspender los partidos de la fecha. A cambio, anuncia que la Copa de este torneo se llamará Diego Armando Maradona.
En la Plaza de Mayo, la procesión no se detiene. La madrugada avanza cobijada con el incesante humo de las parrillas ambulantes.
Desconsuelo
A las seis de la mañana, por fin, abren la Casa Rosada. Pero la situación amenaza con desbordarse.
Decenas de integrantes de la «barra» de Boca Juniors, uno de los tantos grupos violentos del futbol argentino, presiona para entrar en bloque y a la fuerza. Avientan botellas y palos. Después de unos minutos de empujones, gritos, corridas y tensión, los policías retoman el control. La fila comienza a avanzar.
https://youtu.be/bqhR23UqaMs
Aparecen entonces las primeras imágenes del féretro en el que yace Maradona. Está cerrado, cubierto con la bandera argentina y las camisetas de Boca y de la Selección. Lo protegen una valla con los colores albicelestes y guardias de seguridad que apuran a la gente para evitar que demoren el desfile.
Una señora llora a los gritos. Un joven pide permiso para aventar un ramito de flores. Otro, una camiseta de la Selección. Hay personas solas, parejas, hombres y mujeres con sus hijos, grupos de amigos. En menos de una hora, a los pies del ataúd ya hay un mar de remeras, banderas, rosas y claveles. Los hinchas siguen pasando. Avientan besos, aplauden, muestran el puño en alto, se tocan el corazón, se arrodillan. Lloran.
Muchos entran agitando canciones de cancha, pero salen sin energía, a lágrima viva. No soportan la impresión de confirmar que sí, su Diego está muerto. Conocidos y desconocidos vestidos con camisetas de distintos equipos se consuelan con un abrazo, con una palmada en el hombro, en la espalda. Hoy no es día de rivalidades.
La desazón y la tristeza colectivas se hacen más patentes. Afuera, una pareja se toma de las manos y mira una de las pantallas gigantes que fueron colocadas en la Plaza de Mayo. «No queremos entrar, no lo vamos a soportar, sólo venimos a despedirnos desde aquí», dice la joven secándose la gota que recorre su mejilla.
Las lágrimas de un pueblo seguirán cayendo a lo largo del día.
Cecilia González
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