La juventud, aquel momento en donde el clímax humano alcanza su máxima vitalidad. Es allí donde perdemos la vida o donde enrumbamos nuestro destino. Aquí forjamos amistades fraternales que con el tiempo las querremos aún no sean muy «acordes» a nuestra «nueva forma» de pensar. Y es que vamos evolucionando constantemente que «aquel amigo» va quedando atrás… o adelante.
Últimamente he tenido ciertos encontronazos con amigos entrañables que han terminado en distanciamientos, jamás pensados, por actitudes que ya uno, a la edad que tiene, no se las traga, así sea con hermanos de sangre o hermanos que nos regala la vida.
Quizás sea motivo de estudio el hecho de llegar a los 60, tal y como se confiere a otras edades en que «la adolescencia, los 40, la menopausia», etc., etc., etc. Hay una edad en la que uno no le aguanta mierda a nadie, sean dinosaurios de la infancia, Dioses adorados de la nostalgia o nuevas estatuas recién instaladas.
Toda una gama de complejidades encarnadas en personalidades de todo tipo que se insertan en tu vida y uno les toma cariño, porque la vida es una y un momento. No hay tiempo para ser odiosos.
Sin embargo, el poco tiempo que le va quedando a uno de vida es el último tiempo que tendremos para hacer y compartir, lo que y con quien, nos dé la regalada gana. Nada de malas caras ni complejos. Ni mucho menos gente que venga a darte clases de modales o cambios de personalidad o minimizarte porque eres «esto o aquello».
En la edad de la serpiente uno no está pa’ jefes y patrones. Uno está para reírse y pasarla bien así sea cometiendo errores. Vestirse de payaso o zapatos rotos ¡Que importa!. Que digan lo que les dé la gana si uno lo que está es viviendo y no en una pasarela en venta.
Ya uno aprendió que el que te quiere lo hace no por lo que físicamente eres sino por lo que irradia tu personalidad. Tus hechos, tus palabras, tu solidaridad y compasión. Otros te querrán por hijueputa, descarado, sinvergüenza, pero esos seguros que no llegarán a la edad de la serpiente.
Uno aprende a deslizarse como ella y a evitar a esos inoportunos que se arriman a darte indicaciones. Arrastramos el cuerpo hacia otras posiciones en donde no se escuchen esos ecos huecos, vetustos.
Se acabaron las contiendas y las luchas estériles. Ya no te importa ganar, ni siquiera quedar en el último lugar. Lo que no se hizo no se hizo, lo que no sucedió, no sucedió y no importa. Esta es la edad de disfrutar más el momento y de alejarse del ruido de las guerras.
Uno está algo viejo para los debates y las telenovelas que pongan a uno a sufrir. Los dramas tienen que ser reales y no creados por pendejadas infantiles.
La paciencia colma tranquila el vaso que siempre anduvo lleno. Ya no hay afán de llenar nada que no sea la paz del espíritu. Uno se puede morir cuando sea porque hasta la vida cansa.
En esta edad ni los nuevos enemigos importan porque los miedos se desvanecieron. Ya no hay tiempo para las batallas porque a uno le da igual el resultado. Aprende uno que muchas veces retroceder es avanzar. Se da cuenta de que el destino tiene un final y que no está en la tierra sino en el cielo.
Que partir es en verdad regresar y que lo que «es» no se esconde ya.
Uno se queja de sus amigos, pero es porque no se da cuenta de que a través de ellos aprendemos a ser lo que no somos. No están para jodernos la vida, sino para mirarnos en su espejo y corregirnos y «ver» que tanto hemos crecido. Sus desatinos y virtudes son las lecciones a repasar. Las que debemos adoptar o rechazar.
Cuando se está «algo viejo para la contienda» es cuando más se ve. Uno se desvanece sigiloso en la arboleda, se hace observador de lo observado, el camino recorrido se va quedando solo, los amigos se van perdiendo en las veredas y uno se enreda a un árbol solitario devanando dificultoso las alturas desde donde se alcanza a ver otras soledades ensimismadas a las copas de muchos árboles solitarios. ¡Salud!. Mínimo Caminero
massmaximo@hotmail.com
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