En el año 1990 te llamé para informarte que me encontraba en Puerto Rico resolviendo un repentino asunto familiar, que luego te expliqué con amplios detalles. En esa ocasión, tras concluir mis diligencias, te solicité que me recogiera en el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy, de Nueva York, dándote la hora y fecha del vuelo, “Líder, no hay problema. Serás bien recibido y sobreviviremos juntos a cualquier adversidad”, me dijiste.
Luego de salir a la explanada del Aeropuerto vi varias flotillas de taxis amarillos esperando por clientes, más no a ti. “Aquí estoy, líder”, escuché una voz a mi espalda. Eras tú, que luego de un apretón de manos me preguntaste cómo había sido el vuelo a lo que respondí: “excelente”. Tomaste mi equipaje y salidos de ese agitado lugar.
En el trayecto a Manhattan, ofreciste algunas explicaciones de cómo era la vida de los indocumentados y la manera de vivir de algunos dominicanos. Me aclaraste que me sorprendería del grado de insensibilidad e insolidaridad de algunos compatriotas, pero que habían muchas personas colaboradoras.
Me llevaste al apartamento donde tenías un cuarto rentado, pero antes de mi llegada hablaste respecto a mi estadía con el arrendatario del inmueble, un francomacorisano de tamaño reducido, ojos vivarachos y mirada esquiva.
“Él es Manuel Vólquez, un apreciado amigo periodista que decidió venir a Nueva York a sobrevivir, igual que nosotros. Estará aquí conmigo unas semanas hasta que encontremos un lugar”, fue la introducción de rigor de mi presencia allí.
“¿Dónde dormirá él?”, respondió el arrendatario, con preocupación. Le contestaste que yo dormiría en el sofá-mueble, un antaño mobiliario usado para emergencias. “Bueno, espero que no sea por mucho tiempo, pues sabes que aquí no caben más gentes”, advirtió el sujeto.
Me explicaste luego que ese señor no era mala gente, que tratara de ganarme su amistad, y así lo hice. Después, Paulino (era el nombre del sujeto) me tomó mucho aprecio, al extremo de que cuando cocinaba, me reservaba una ración de comida. De noche pasaba mucho rato hablándome de su familia y de las vicisitudes pasadas desde que arribó a Nueva York.
Te confesé mi inquietud por no contribuir en ese momento con tus gastos de alimentación y pago de renta. Me dijiste que no me preocupara. Pasadas tres semanas, me cediste tu carro para que saliera a ganarme la vida como taxista en lo que aparecían otras cosas qué hacer. Me orientaste cómo hacer las rutas más fáciles. Recuerdo que sugeriste tomar la avenida Broadway hasta la calle 145, doblar a la izquierda para llegar a la avenida de Saint Nicholas y desde allí volver a la avenida Broadway. Igualmente, me dijiste que si no sabía la dirección donde iban los pasajeros, que les preguntara cómo llegar. Asimismo, me aconsejaste que manejara con cuidado, respetando la luz roja y las señales de tránsito, para evitar problemas con los policías.
Aprendí rápido el entrenamiento y a los pocos días ya recorría otras rutas. Mis conocimientos de inglés me ayudaron.
Me llevaste a la base de taxi Haven Car Service donde estabas registrado con el número 342. Por recomendación tuya y aunque no tenía documentación legal, me aceptaron asignándome el número 242. A partir de ese instante, mi vida cambió porque, pese a los riesgos de ese trabajo, ganaba para rentar un cuarto, alimentarme y cubrir algunas necesidades familiares. Ambos nos arriesgamos trabajando horas nocturnas y diurnas, sobre todo cuando asesinaban muchos taxistas hispanos. Compartimos ese oficio con otros periodistas que también se ganaban el sustento como taxistas.
Tras obtener mi residencia en 1993 y por asuntos de salud (tenía una artritis en progreso que me tenía loco), me vi forzado a regresar a Santo Domingo en el 1997. Aquí coincidimos otra vez compartiendo como reportero las salas de redacción en periódicos, televisión y radio. Además, nos veíamos con frecuencia en el Centro de Información Gubernamental (CIG) y en áreas del Palacio Nacional.
Hace algunos años, perdimos el contacto. A la salida del PLD del poder, del que fuiste un fiel militante, te imaginada viviendo en Estados Unidos. Debí darte seguimiento, lo siento mucho, camarada.
Días previos a ocurrir el percance que acabó con tu existencia, me comunicaste a través de WhatsApp la intención de visitarme para ver cómo estaba mi salud tras ser impactado por un derrame cerebral acontecido en el 2014. .
“Líder, tengo deseo de verlo”, decía tu mensaje. Pediste mi dirección, pero, lamentablemente, no pude contestarte para coordinar el encuentro motivado a que no estaría disponible en mi hogar, pues me pasaba el tiempo junto a un hermano mío que fue recluido en un centro médico al sufrir por segunda ocasión un ataque de ACV.
Me enteré de tu fallecimiento por nuestra común amiga Ruth Esther. No sabía de la caída en la escalera de tu casa, que acabó con tu vida. Dos días antes de tu muerte, nos vimos en un sueño. Estabas contento de verme, así me lo manifestaste; nos saludamos y conversamos un poco de política y otros asuntos de interés. Era como una despedida anticipada.
No te imaginas cuánto me impactó saber de tu deceso. Te apreciaba mucho, por las cosas buenas que hiciste por mí. Me molestó ver que pocos medios de comunicación reseñaron tu partida. Tus méritos periodísticos ameritaban un mejor trato post mortem.
Estimado amigo, nos dejaste cuando más deseabas vivir y luchar por tu país y tus hijos. Es que la vida nos reserva muchas sorpresas.
Pero ahora que ya estás en el Valhalla, que según la antigua mitología nórdica es un salón donde residen los guerreros caídos, como tú, te recordaré siempre como un amigo honesto, luchador y solidario. Es el mejor tributo a una persona de calidad humana, como la que demostraste en tus más de seis décadas de existencia.
¡Descansa en paz, Wilfredo Medina!
(El autor es periodista residente en Santo Domingo, República Dominicana).