Todo comienza en la casa. Allí vive tu primera familia, aquella que te vio nacer y con la que compartiste tus primeras impresiones de vida.
Cuando recorriste el barrio, te encontraste con amigos de aventuras y fuiste adquiriendo sus modales y formas de hablar. Aprendiste a sentir la libertad por primera vez. Tu casa siempre estuvo «moldeada» de disciplina y te sentías dependiente a las órdenes.
En la calle era otra cosa. Por eso cruzaste los límites del barrio y te adentraste en la ciudad, donde fuiste notando que todos, de cierta manera, abrigaban las mismas formas de ser.
Cuando recorriste el país, te bañaste de todo y reconociste «tu nacionalidad»; te sentiste parte de «esa tribu» porque todas las costumbres hablaban tu idioma y las sentías dentro de ti. Eras en esencia tú.
Todo esto lo reconociste más cuando te tocó irte del país y llegaste a otra ciudad en donde «las cosas» se hacían «distinto». Además, no se parecían «aquellos rostros» a los que habías dejado atrás.
Tuviste que comenzar de nuevo y te fuiste «acoplando» a tu nueva tribu. No fue fácil al principio, ya que tenías que «reprogramarte» y ajustar ciertas cosas «extrañas», pero era gente como tú que sonreía, lloraba y amaba…
Con el tiempo, te hiciste parte también de esta tribu y ya tu corazón vibraba entre dos mundos. Cuando decidiste emigrar hacia otro continente, las cosas dieron un giro inesperado; ya no era solo un idioma distinto, sino que la ropa, los edificios, las calles y las costumbres parecían de otro planeta.
Pronto te diste cuenta de que el mundo gozaba de una variedad rica e impensable. Aprendiste a conocer «al ser humano» desde todas sus perspectivas y eso enriqueció tu consciencia y amplió el universo limitado que tenías en casa.
Aquella casa que por momentos extrañas, deseando volver a tu origen y a «esos momentos» donde el mundo giraba en espacios limitados y seguros.
En algún momento alzaste la mirada al universo y viste las estrellas, no como solías verlas; tenían «un brillo distinto» como aquellos planetas desconocidos por el hombre. Pensaste que allí también había gente, dispersada en tribus y ciudades tal y como existen en la tierra.
Y concluiste que si lograras alcanzarlos, también te harían parte de ellos y sentirías el mismo sentimiento que te ha ido conquistando en tu travesía. Reconociste, por intuición, que eras parte del universo.
Algo se abrió en tu consciencia que mostró «otros mundos» no visibles y ajenos de materia a los que podías acceder con solo cerrar los ojos. Si pensaste que ya lo habías visto todo, ahora estabas aprendiendo a sentirlo.
No había rostros, solo sentimientos; las voces llegaban sin ser pronunciadas y «entendías» sin necesidad de saber, lo que eras.
Estabas aquí y allá y en todas partes. Sin banderas o barrios o casas. Estabas en el aire y el aire estaba en ti; estabas solo y, sin embargo, acompañado. No tenías nombre, ni apellido, ni lugar que te diera identidad.
Habías llegado a la tribu más extraña de todas y, sin embargo, a la que más conocías. El recorrido hasta aquí no dejó rastros, ni nostalgias, ni deseos.
Todo se había borrado como los sueños olvidados. Solo quedó «un aliento difuso», una sombra inconclusa que «en algún lugar acecha».
Una brecha escondida desde donde «alguien» observa. Y te descubres, a ti mismo, mirando al infinito desde el infinito. ¡Salud! Mínimo Tribuero.
massmaximo@hotmail.com
(El autor es artista plástico dominicano residente en West Palm Beach, EEUU).