Cuando nacemos, nuestros padres nos acogen con «un amor», para ellos inexplicables. Ver nacer de sus adentros, a seres «similares» a ellos, es algo definitivamente emocionante. Uno se «reinventa y se pare» a sí mismo.
Este «clon», recién llegado, será acogido con celo y cuidado, como la joya más preciada de la corona. Lo vivido, hasta ese momento, ira quedando atrás y se volverá «difuso»…
Eso que «quedo atrás» serán nuestros hermanos y en distancia más cercana, nuestros padres. Con el tiempo las distancias tomaran pausas, para «recordar» momentos vividos cuando todos eran «esa familia»… la primera.
En aquellos instantes, todo el correr de emociones, los sueños compartidos y la camaradería «obligaba» a convivir sin muchas opciones de individualidad. Uno se fue haciendo del otro y las mañas y virtudes se iban entrecruzando entre uno y otro.
Todo era compartido y distribuido de la manera más «equitativa» posible. Uno se peleaba de vez en cuando, pero también se quería y nos protegíamos unos a otros como buena manada de leones.
Procurábamos que todos comiéramos y hasta los maroteos eran aplaudidos cuando, usando la camiseta por saco, traíamos afanosos, limoncillos, mangos, guanábanas y guayabas tomadas sin permiso de casas de vecinos cercanos.
Los zapatos y la ropa se iban traspasando de mayor a menor, como los libros y juguetes. Uno convivía en familia y se quería «más que ahora»… hasta que llegaron ellos…
Los hijos que fueron llegando, sobrinos para otros, también se integraron a la tribu, aunque, en otros territorios y bajo «otras» vibraciones. Es natural, le pasó a nuestros padres. Yo alcancé a conocer a algunos de mis tíos cuando ya era jovencito y algunos de mis hijos también a mis hermanos.
No hay una regla precisa en cuanto el destino conducirá a esos hermanos que conformaron esa primera familia. Algunos se mantendrán cerca y unidos y a otros, las circunstancias se los impedirán.
Es así como la distancia va sepultando anhelos y momentos del pasado. Igual que «esos» amigos del barrio o de la escuela, que también se van desapareciendo. Al final se queda uno consigo mismo, y todo lo que surja de sus entrañas…
Nos vamos multiplicando con la cómplice del momento y vamos pariendo sueños que nos pagaran con la misma moneda que pagamos. Se irán a fundar nuevas tribus y allí nos dejaran solos, en la cueva que escarbamos para ellos.
Desde distintas islas desamparadas en el trópico caribeño, miraremos nuestra soledad chocar con un vacío interno. Giraremos la cabeza hacia atrás en loco intento por ver «algún» vestigio del pasado, como si con ello anheláramos recuperar «algo perdido».
La tumba de la abuela abandonada porque también sus hijos murieron y esas tumbas nuestras que quedaron en el olvido. Todo es un desierto labrado de pesadumbres y egos fatuos. Un hedonismo deshabitado que se estrella en el piso.
Volvemos a encontrarnos más viejos y desconocidos. Toca reconocernos en los ojos, como si con ello, buscáramos una felicidad perdida. Un solo instante de volver a la sala donde todos juntos conversábamos con la abuela mientras «masaba» la harina que transformaría en los más deliciosos «pastelitos». ¿O era el hambre?
Por eso recorro, en algunos momentos, todas las casas de mis hermanos y primos, buscando bañarme de «algo» de los que se han ido. Un gesto, una sonrisa, una clepsidra retomada de antaño, o uno que otro pastelito heredado en las manos de ellas…
Dicen, los «ex difuntos» que al tocar el cielo fueron recibidos por sus padres y abuelos y uno que otro hermano ido primero. El reencuentro está garantizado. Volveremos a estar sentados todos en una mesa como, esa primera familia que fuimos.
No habrá distracciones y sueños por cumplir. Solo el eco de sonrisas viviendo la experiencia del momento revivido, a sabiendas de que esta vez, será para siempre. ¡Salud! Mínimo Caminero.
massmaximo@hotmail.com
(El autor es artista plástico dominicano residente en West Palm Beach, EEUU).