Redacción (RT.com).- En los supermercados hay largas filas a cualquier hora. Es difícil conseguir arroz, pero las bolsas de pasta abundan. Solo se permite llevar máximo dos unidades de aceite o atún. Los productos importados no se venden porque la devaluación hace imposible fijar un precio. De todas formas, como son valores atados al dólar, hoy serían inalcanzables para la mayoría de la población.
Esta es una de las estampas que se repiten en Buenos Aires horas después de que el ministro de Economía, Luis Caputo, anunciara el esperado (y temido) programa económico del Gobierno de Javier Milei, el presidente que asumió el pasado domingo con promesas de ajuste que el 56 % de la población avaló con sus votos.
El presidente cumplió. El paquete incluye una devaluación del 50 % del peso, lo que de inmediato reduce a la mitad el poder adquisitivo de los salarios que, de por sí, ya venían por detrás de la incesante inflación que acumula un 160 % anual en noviembre, y que se prevé sumará un 20 % en diciembre.
La situación se agrava porque también se terminan los subsidios a la energía y el transporte. Serán más caros, aunque el Gobierno todavía no confirma topes en el aumento de precios. Se suspenden las nuevas obras públicas, lo que afecta de inmediato a la industria de la construcción. No se pagará publicidad oficial en medios de comunicación. Con el recorte de 18 a nueve ministerios, decenas de miles de trabajadores del Estado serán despedidos.
Además, la ya confirmada apertura indiscriminada de importaciones afectará a la industria nacional. Las jubilaciones y pensiones, que también venían rezagadas con respecto a la inflación, sufrirán cambios todavía no clarificados.
En resumen, el programa mileísta representa una de las estrategias económicas más duras en un país que arrastra un historial de graves crisis. Ya padeció el ajuste de 1975, previo al inició de la dictadura; la híperinflación en 1989, el estallido de diciembre de 2001 y, ahora, el acelerado empobrecimiento que acompañará la primera etapa del Gobierno del libertario. Por lo menos.
La dependencia al dólar hace estragos. La sociedad argentina sabe que cada devaluación impacta de inmediato en los precios. Por eso vuelven en masa a los supermercados y a las tiendas mayoristas a abastecerse de productos básicos y no perecederos, con la intención de ganarle al remarcaje.
Pero los empresarios y comerciantes suelen llevar la delantera. En sus estanterías se amontonan unos sobre otros los carteles con los precios que cambian cada pocos días. La gente está acostumbrada. Y harta. Hace años Argentina arrastra cifras récord de inflación. Es una de las principales razones de la derrota del exministro de Economía, Sergio Massa, en las pasadas elecciones presidenciales.
Ajustes
En un local del barrio de San Telmo, un empleado le dice a RT que los hicieron venir de madrugada, horas después del anuncio del ministro y muchas antes de abrir las puertas, para poner los nuevos precios. Los clientes igual compran pastas, legumbres, jabones, champú, galletas, azúcar, leche «larga vida». Lo que pueden.
Saben que los precios son más caros que ayer, pero más baratos que en las próximas semanas. Al amparo de su lema: «no hay plata», el propio Milei ya anticipó que en los próximos meses habrá más inflación y más pobreza. La promesa es que en un año, quizá dos, la economía comenzará a recomponerse.
Mientras tanto, los ciudadanos tratarán de pasar el vendaval como puedan, porque la asistencia del Estado será casi inexistente.
«En casa ya cancelamos las salidas a restaurantes, la inscripción al gimnasio y la televisión por cable», cuenta resignada una joven oficinista en la calle Florida, el centro financiero del país.
Después de los anuncios del ministro, cada persona, cada familia, se plantea los ajustes propios que tendrá que hacer para intentar sobrevivir a la crisis que se profundiza. «Chau Netflix», se convierte en tendencia, como ejemplo de la suspensión de todo tipo de plataformas y aplicaciones. Pero hay otras preocupaciones más vitales.
«No sé qué voy a hacer con el alquiler, me tienen que renovar en enero, seguro querrán subir el doble y no hay salario que alcance, acá ya nos avisaron que los aumentos quedan congelados hasta nuevo aviso, que si no nos gusta, nos podemos ir», relata una vendedora de una tienda de ropa.
La zozobra es generalizada. Además de los alquileres, muchas de las personas entrevistadas temen por los aumentos de «las prepagas», el sistema privado de salud que se cubre con cuotas mensuales y que, en muchos casos, ya son tan altos que casi equivalen a otro alquiler.
Otros dicen que dejarán de usar el auto para no gastar en nafta y usarán transporte público o bicicletas. Evitarán los taxis y el uso del aire acondicionado. Comprarán tarjetas de teléfono prepago y alimentos de segundas o terceras marcas. Suspenderán las clases de yoga, de natación, de idiomas y los servicios «de delivery» o envíos a domicilio, que tanto se popularizaron a partir de la pandemia.
Una alternativa más es cancelar las vacaciones que habían planeado para el próximo verano austral, que comienza el 21 de diciembre.
Así, en vísperas del fin de año, los anuncios de «Felices fiestas» que pueblan las vitrinas de los comercios parecen más bien una broma de mal gusto.
Apocalipsis
La consultora Ad Hoc analiza los temas en redes sociales después de la confirmación del ajuste. En medio de la generalizada reacción negativa, la principal emoción es el miedo. Basta hablar con las personas en las calles para confirmarlo.
«Me asusta la jubilación de mi vieja, sus medicinas, su atención médica», «Estos meses armé un stock de alimentos, la puedo sobrellevar porque tengo casa propia», «¿Cómo voy a hacer para sostener a los cinco empleados de mi negocio?», «Voy a dejar de hacer terapia para ahorrar, pero creo que ahora es cuando más la necesitamos todos», «No puedo recortar más gastos, solo me queda dejar una comida al día«, señalan ciudadanos que transitan la Plaza de Mayo cuando se les pregunta cómo van a enfrentar la crisis.
Los dirigentes sindicales de la Confederación General del Trabajo (CGT) aparecen para advertirle al Gobierno que no se van a quedar con los brazos cruzados y saldrán a defender a los trabajadores.
No obstante, el Gobierno ya anticipó que no permitirá manifestaciones que impidan la circulación. Con la ultraderechista Patricia Bullrich de regreso en el Ministerio de Seguridad, la represión a la protesta social es una garantía.
Las alzas de precios que contrastan con la caída de los ingresos son automáticas y visibles en todo tipo de locales, desde las ferreterías y mueblerías, hasta las papelerías y tiendas de ropa y calzado.
Algunos datos alarman más que otros. La carne, por ejemplo, aumentó en un solo día 44 % y los combustibles, entre 35 % y 40 %, dependiendo de la empresa. Las filas en las estaciones de servicio son interminables durante la madrugada.
Para defender su plan, que ya fue celebrado por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Gobierno usa un tono apocalíptico. El presidente, el ministro de Economía y el vocero presidencial, Manuel Adorni, repiten una y otra vez el relato creado para defender el ajuste.
Hablan de la «devastación», «catástrofe», «situación crítica» y «desastre» que heredaron del pasado Gobierno de Alberto Fernández que, efectivamente, dejó un saldo récord de inflación, deuda, devaluación y pobreza que alcanza casi a la mitad de la población, y que representa el peor indicador en la historia de un país en el que Juan Domingo y Eva Perón instalaron la justicia social como un valor, que el nuevo presidente descalifica como «una aberración».
Alternativas
El nuevo Gobierno insiste en que el ajuste es la única manera de evitar una «hiperinflación del 15.000 %» que llevaría a «una pobreza del 90 %», datos cuestionados en su veracidad por economistas de todas las tendencias, incluso los más ortodoxos como Carlos Melconian y Martín Redrado, que no pueden ser acusados de peronistas, mucho menos de izquierda.
«Dado el formato de cómo se salió a la cancha, el nivel de improvisación, cómo se llenaron los casilleros, está claro que (el paquete económico) se armó sobre la marcha», criticó Melconian, expresidente del Banco Nación.
«El ajuste no lo va a pagar la política, sino la gente«, advierte Redrado, expresidente del Banco Central, al mostrar su desacuerdo porque el Gobierno afirme que la única opción es esta, o el precipicio. El todo o nada.
Como prueba, se viralizó la noticia de que, en Brasil, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, a quien Milei tanto insultó, promulgó una ley que, por primera vez, cobrará impuestos a las inversiones de los «superricos». Es la muestra de que sí hay alternativas para que no sean los más desfavorecidos, sino los más privilegiados («la casta», como los bautizó el presidente argentino), quienes paguen para reordenar la economía.
Caputo no está de acuerdo. Al día siguiente de los anuncios, en una entrevista televisiva, ha vuelto a criticar el endeudamiento del peronismo, sin recordar que él mismo formó parte del Gobierno de Mauricio Macri, que obtuvo un préstamo récord del FMI por 45.000 millones que solo se destinó para la especulación financiera que, como siempre, enriqueció a unos cuantos y no palió la larga crisis.
«La gente recibió estos anuncios muy contenta», afirma sobre el nuevo ajuste el ministro, que también es uno de los responsables de la catástrofe económica argentina.
En las calles, esa supuesta alegría no se ve por ninguna parte.
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