La otra noche. Aquella que sembró en un minuto toda mi vida pasada, ¡esa noche!, la otra, la distinta, la única. Me regaló la ausencia.
Nunca había reflexionado que somos lo más parecido a un juego de ajedrez. Uno a uno vamos desapareciendo como las fichas del tablero, las calles se quedan solas y las miradas ya no son «esas» miradas.
El barrio se ha transformado y ya no están tus amiguitos jugando al escondido entre los arbustos del frente de las casas, en «otra noche» oscura donde uno, sin saberlo, oculto, estaba acompañado de lagartos y avisperos.
Ya no queda ese valor inocente, ni el desenfreno de montar la madera rota que se desliza sobre ruedas de metal, emanando chispas en las aceras y raspando dolorosamente las pieles de «esos» niños… ¿A dónde se han ido?.
La ausencia ha tomado el barrio, pero es una ausencia mía y la de otros que han saltado a los barrios circundantes escalando muros de bloques grises y maroteando en sus despedidas los últimos cajuilitos «solimanes» que quedaban en lo alto del árbol.
Fue esa noche donde la bebida extrema me había tumbado al piso de la sala, la luna proyectaba un misterio que entraba sigiloso por la amplia ventana, que realice en la soledad que me acompañaba.
Ya no hay padres ni madres y mucho menos abuelos que nos cuenten historias o que nos castiguen ante el desenfreno inquieto de la inocencia. Ya nada existe, solo el viejo farol de la esquina donde «otra noche» probé, por primera vez, los desesperados e inexpertos besos, creo te llamabas Rita, solo fuimos cómplices unos días.
Los 13 años nos impedían fugarnos, pero fue tan corto tu aliento, que apenas te recuerdo como «esa niña» que una vez estuvo en mis juveniles brazos y a la que no hubo tiempo de ofrecer la fuga.
Todo fue un sueño, me pregunto, a la vez que con dificultad logro arrástrame al balcón y posar mi cabeza sobre el borde del mismo. Mis ojos se pierden entre neblinas nocturnas. Los techos se confunden entre rincones oscuros y una espesa arboleda que ciega pupilas mudas.
¡Nada existe! Ni el olor de la guayaba, ni el descuartizamiento de la guanábana. Ni la cara que en su corazón metía una lengua y unos dientes que hurgaban tanteando las semillas negras que como perlas se ocultaban.
Desde esa altura apenas alcanzo a ver la sombra tenebrosa del único árbol de jabilla que ha quedado en pie ante tantos cambios. Reconozco sus espinas distribuidas en toda su anatomía. Fueron los únicos que se burlaron de nuestras audaces manos que nunca pudieron escarbar sus secretos.
Ya no reconozco las sombras y todo se ha vuelto difuso. ¿Qué más alcanza la memoria? Si se «decontruyo» la fragancia que una vez husmeó por aquí. La noche se ha vuelto vieja, el etílico se ha destilado añejando mis poros.
Solo queda un rayito de luz que se apaga en la distancia. Las sombras han exorcizado sus fantasmas al pintarse lentamente de naranja el cielo.
La mañana despierta voces desconocidas. Me levanto dificultosamente ante el «croar» de mis huesos. Parecieran aplausos saludando al astro que nuevamente ¡solo! Se alza en su eterno juego de luces y sombras. La ausencia se levanta victoriosa, expandiendo sus alas por el vecindario.
Callado, sin remedio, y abrumado por mis pensamientos, siento el calor del Sol que me acaricia. Yo también estoy solo, pienso que dice. La ausencia compartida me señala que lo único que no ha cambiado es precisamente él, allí se mantiene ¡lejos! De las manos invisibles que suelen transformarlo todo. ¿De qué podría quejarme? Si tan solo soy un punto ante tanta maravilla.
Bajo lentamente la escalera. Abro la puerta ante un «toc toc» incesante. Rita ha venido a buscarme, reconozco su voz más no su cara. Ella espera a que yo hable y presurosa toma mi mano ¡ven! Me dice, huyamos. La ausencia se pierde y ya no hace falta la presencia. ¡Salud! Mínimo caminero.
massmaximo@hotmail.com
(El autor es artista plástico dominicano residente en West Palm Beach).
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