Un reporte que lleva por título Anuario de Muertes Accidentales 2021, publicado hace pocos días por la Oficina Nacional de Estadísticas (ONE), dice que las muertes de mujeres por condiciones de violencia de género sigue siendo un tema de relevancia en materia de política pública para República Dominicana.
Entre el año 2007 y 2021, en el país se registró un promedio anual de 179 asesinatos. Hasta 2011 hubo un aumento de de esos crímenes. En el 2020 la violencia le arrebató la vida a 134 damas y para el 2021 se cerró la cifra con 144 muertes, un incremento de 7.46%. Aún no sabemos cuántas han asesinado en lo que va del año 2022, pero son numerosas.
Según detalla la ONE, el 72.2% de los fallecimientos ocurrieron en las edades comprendidas entre los 15 y los 44 años de edad. El 8.3% sobrepasó los 65 años. En el año 2021, se afirma que el 54.9% de las víctimas protagonizaron conflictos familiares de género. Las riñas o disputas cobraron la vida del 25.7%.
En el 2021, se registraron 4,391 fallecimientos incidentales y agresivos. De ese universo, el 30.7 % fueron por homicidios y 15.3 % por suicidios.
Los desenlaces fatales entre parejas sentimentales tienen un factor común: los celos, desprecios o cansancio. Cuando surge una separación, el hombre tiende a tomar represalia por despecho o al verse reemplazado por otro y recurre al homicidio como respuesta. Concibe la idea de que si no es él, nadie más tiene derecho a convivir con su anterior pareja. Naturalmente, la provocación incide en esas tragedias.
Se han dado casos que el sujeto mata a la ex pareja, a los hijos y padres de ésta y, en algunas circunstancias, decide suicidarse para evadir a la justicia.
A diario, los medios de comunicación y las redes sociales nos informan sobre algún feminicidio. Ya es una costumbre, una cultura de la violencia y de ira. Es una eventualidad mundial.
Los feminicidios no son los únicos hechos de agresión que se registran en República Dominicana. Incluyamos en ese prontuario, además, los crímenes causados por delincuentes asaltando de manera sorpresiva y con libre albedrío a los ciudadanos en lugares públicos y cerrados. Muchos protagonistas son adolescentes descarriados, armados con cuchillo, pistolas y revólveres que roban para comprar droga y otras pertenencias personales de lujo. Tienen como punto común que no respetan a policías ni las patrullas militares.
Los delincuentes viven en guaridas barriales, como los topos, en ocasiones protegidos por los agentes policiales que deben velar por la seguridad ciudadana. Los comunitarios no se atreven a denunciarlos por temor a represalias. Ellos imponen el imperio del miedo.
Ya no se puede ejercitar en sitios como el Faro a Colón, el Malecón de Santo Domingo, la avenida España y otros de esparcimientos. Recientemente la colega Cándida Ortega y sus hermanas fueron asaltadas por unos jóvenes en horas tempranas de la mañana. Estuvieron cerca de morir. Acciones similares ocurren a diario en toda la geografía nacional sobre todo en zonas donde no hay vigilancia policial. Se trata de una epidemia delictiva devastadora, angustiante y zozobrante, al parecer, de nunca acabar.
Yo acostumbraba a ejercitarme y a tomar terapias en el fabuloso Parque del Este. Hace más de tres años que no lo hago por temor a caer en las garras de los malhechores.
En la calle, el que menos uno se imagina podría ser un asaltante, una práctica en la que han incursionado mujeres; incluyamos a algunos choferes de carros privados denominados “piratas” que ofrecen servicio de transporte público y terminan despojando a los pasajeros de todas sus pertenencias en complicidad con otros tipejos de mala reputación.
Ya constituye un peligro hablar en las calles a través de un celular, so pena de que nos los arrebaten con violencia y nos disparen, si nos resistimos. Ese tipo de situación se le atribuye a varias causas, una de estas es el desempleo que se agrava con el acumulo de grandes necesidades familiares.
Ciertamente el desempleo es un facto de violencia. Pero también es debido al irrespeto a las leyes punitivas, al imperio del caos y el desorden, a la tolerancia del liderazgo político y la errática interpretación del proceso democrático que surgió tras la desaparición de la férrea dictadura trujillista.
Muchos ciudadanos no están preparados para vivir en una democracia, pues confunden democracia con el desorden, sobre todo cuando los gobernantes son débiles o tolerantes. La razón por la que esos inadaptados sociales no son reprimidos es porque ejercen el voto en los procesos electorales.
Por igual, la violencia verbal y física se manifiesta por cualquier simpleza. Los tribunales están apoderados de muchos casos de individuos que han matado por un ligero roce entre vehículos o una la discusión por un parqueo.
Es común ver dos conductores estacionados de forma paralela en plena calle para intercambiarse palabras ofensivas. En esas circunstancias han surgido numerosas peleas y muertes, y continúan ocurriendo.
Por último, tenemos otros hechos de violencia combinados con la imprudencia y el manejo temerario: los accidentes de tránsito, un fenómeno que en los años recientes ha generado miles de decesos.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en ese renglón la República Dominicana es uno de los países punteros. El pasado año, el número de muertes fue de 1,874, lo que representa una subida de 8.1 % con relación al 2020, año en el que el país pasó la mayoría de meses bajo confinamiento por el coronavirus.
La ONE asegura que “este aumento puede estar relacionado al impacto social de la desescalada de las restricciones por la pandemia”. El 87.9 % de las víctimas fueron hombres y 11.3 % mujeres.
Naturalmente, esa es una de las causantes. También hay que citar otros factores como el alcohol, la ingesta de droga, el manejo imprudente y las reiteradas violaciones a las leyes de tránsito que se han convertido en una cultura de altos riesgos.
mvolquez@gmail.com
(El autor es periodista residente en Santo Domingo, República Dominicana).
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