Relato
Por Emiliano Reyes Espejo
Pasaba por allí y pude verlo «con mis propios ojos». No lo creía, pero era él. El mismo que «viste y calza», me dije. Quién iba a creerlo, cualquiera no lo creería, ni siquiera se podía imaginar, pero era él. Simulé que no lo miraba cuando le pasé de frente. Quedé con las dudas y me devolví para ver más de cerca. Cuando observé me quedé sorprendido, alelado. No esperé conocerlo en esas circunstancias.
Tenía una legión de fans en todo el país y en el exterior, incluyéndome. Se exhibía en los mejores escenarios y en la televisión desde la época de la tiranía, pero no fue sino en los últimos años, cuando desapareció el régimen de Rafael Leónidas Trujillo que la gente comenzó a aquilatar y a disfrutar aún más la dimensión de sus expresiones artísticas.
Estaba ante lo inverosímil. La vida me puso de improviso frente a esta atolondrada verdad, una verdad que resultó increíble. Me detuve y me puse a mirar desde cierta distancia. Las cosas que veía eran difíciles de aceptar, partiendo de quién se trataba y de quien me había hecho un mundo de ilusiones y fantasías, era todo un personaje. Yo particularmente, y mi incipiente familia, se había puesto este artista «en el moño», como dice la expresión popular.
Me desplazaba a eso de las siete de la mañana para mi trabajo de reportero en el departamento de Prensa de la emisora estatal Radio Televisión Dominicana, y como residía en la calle Luis Reyes Acosta (La 15) en las proximidades del liceo Juan Pablo Duarte de la avenida Duarte próximo a la calle 17, atravesaba a pie el sector de Villa Consuelo, ya que así me podía economizar lo del transporte.
Cuando pasé por una calle próxima al populoso mercado de Villacon, vi aquello que no solo me llamó la atención sino que me sorprendió y en cierto modo me enterneció. Era él, no había dudas. Para mí fue difícil admitirlo, aceptar que aquella personalidad que admiro tanto estaba ahí, tan despreocupada, tan indiferente, en aquel tugurio, una casucha construida de madera vieja, cartones y zinc sobre la acera de la calle.
Lo vi sentado en un colchón demasiado grande para el tamaño de la habitación. Estaba allí, sosegado, ni siquiera en una silla porque no había espacio donde ponerla, sino en un colchón. Los pies descansaban del lado de la calle y tenía puesto pantaloncillo «manga larga» de lista que parecía un pantalón corto, y franela blanca sin mangas.
Y se veía tan feliz. En sus manos, la palangana rebosante de sancocho. Devoraba su suculento plato mañanero de los que llamaban entonces «levanta muerto». Y yo, detenido allí, impávido, a poca distancia, observé con mirada de incredulidad.
Nunca se percató de mi presencia, tal vez ni de ninguna de las personas que por allí pasaban, algunas incluso le saludaban con agrado; era un estoico que vivía su propio mundo y nada importaba más que su música y su propia vida. ¿Qué cómo supe lo del sancocho? Me enteré luego, él mismo lo dijo en una entrevista de televisión. Relató que después de una presentación artística y un «buen jumo», casi siempre terminaba sus noches donde Candelaria, en «Villacon», donde acudía a reposar la dura travesía nocturna.
La imagen que observé en aquella oportunidad fue patética, estremecedora, y como tal, la llevo como un recuerdo imperecedero de este momento inédito de mi vida:
«Compadre Pedro Juan es el jaleo
Compadre Pedro Juan que está sabroso
Aquella niña de los ojos verdes
Que tiene cuerpo flexible
Báilela de empalizá….
Compadre Pedro Juan no pierda tiempo…»
Proseguí mi camino, tenía que ir a trabajar, pero esa estampa no salía de mi mente: Observar de cerca aquella mañana de un lunes a aquel intérprete de boleros y merengues inolvidables, poseedor de aquella voz sin parangón, aquel auténtico ídolo de la música popular llevar esa vida tan singular, era algo para mí inverosímil.
Y pensar que pese a toda esa existencia de juergas, «jumos», parrandas y mujeres como él mismo decía que había vivido, arribó rebosante a sus flamantes 84 años de edad. –»Ya no hay material así», razona la gente.
Juan Francisco Santana (Francis Santana, El Songo Santana, su nombre artístico) era un capitaleño «de pura cepa», un bohemio empedernido, que disfrutaba tanto de su música como de una buena parranda junto a sus amistades (y buenas compañías femeninas). Son anecdóticas las memorables juntas, bebentinas y parrandas que se dice realizaba con otro bohemio, el boricua Daniel Santos, «El Inquieto Anacobero» de cantos inmortales como: «Yo no he visto a linda, parece mentira…» y «Vengo a decir adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra…».
Una anécdota de un negro que me resultó simpática porque la narró su propio autor, fue la del inmortal del béisbol Manuel Mota, quien relató entre risas y hasta carcajadas, un mal rato que pasó en Grandes Ligas solo por ser negro. Contó que un prestigioso restaurante de una ciudad estadounidense donde jugaban ese día, ofreció como parte de una promoción, una cena al pelotero que diera un batazo por la zona donde estaba el letrero del mismo. Mota vio ahí la oportunidad de cenar junto a otros dominicanos en ese restaurante de lujo. Conectó un batazo que chocó la pelota justo contra el letrero. Al final del partido recogió su premio y se fue a cenar, pero vaya sorpresa, el portero del negocio que era un fornido negro de casi seis pies lo paró en seco y le comunicó que no podían entrar. No valió la identificación de Mota ni que le explicara sobre su batazo, el portero dijo que no, que él no iba a perder su trabajo por dejar entrar negros al flamante lugar. Mota se tuvo que transar y aceptar que el portero entregue la cena, su premio, por la parte trasera del restaurante, la puerta de entrada a la cocina.
En otra ocasión me desternillé de la risa viendo una entrevista que hicieron en la televisión al inolvidable Johnny Ventura, otro de nuestros grandes íconos de la música popular dominicana. Contaba el propio Johnny que estando en uno de nuestros hoteles emblemáticos, se antojó de ponerse a coger un poco de sol en la piscina del establecimiento. Intrigado, un «gringo» que lo vio así de morenito, se le acercó y con aire de preocupación, le dijo:
-«Señor, señor ¿hasta dónde usted piensa seguir quemándose? Usted está ya muy quemadito…su piel ya no aguanta más quemadas del sol…».
Johnny, perplejo, miró al extranjero y cuando iba a agradecerle éste le espetó:
-Ya parecer goma de carro…jajajaja.
El líder de masas histórico del pueblo dominicano y de organizaciones como Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y Partido Revolucionario Moderno (PRM) entre otras entidades, doctor José Francisco Peña Gómez, y que Johnny consideró su hermano, lidera también esta estirpe de «ilustres negros nuestros».
Eran seres humanos únicos. Al Songo Santana, a Johnny Ventura, Manuel Mota, Peña Gómez ni a otro grande de nuestra música, a Alberto Beltrán, le era óbice ni causa de amarguras el color de su piel. Disfrutaron y se regocijaron de su negritud, elevaron el negro a niveles increíbles. «Soy el único negro que brota miel por los poros…», decía Juan de Dios Ventura (Johnny Ventura) en uno de sus más populares merengues.
Se cuenta que en una oportunidad el bolerista dominicano, Alberto Amancio Beltrán «El Negrito del Batey», fue contratado para cantar en una fiesta exclusiva de la realeza española. Terminada la fiesta y cuando todo el mundo se retiraba, un niño hijo de una familia rica de Madrid lloraba desconsoladamente, mientras se resistía a irse del lugar. El infante pedía de manera incesante llevar para su casa al «hombre de chocolate», que era nada más y nada menos que nuestro Alberto Beltrán.
Beltrán, oriundo de Palo Blanco, La Romana, era otro de nuestros «ilustres negros» que nos han henchido el corazón de orgullo patrio con sus extraordinarias dotes personales y artísticas, tanto aquí como en el extranjero. No valieron ruegos para convencer al niño de que tenían que irse, que la fiesta había terminado:
-«No, no, no me voy, yo quiero al hombre de chocolate, quiero al hombre de chocolate», insistía.
A la familia adinerada de Madrid no le quedó otro remedio que contratar a Beltrán para llevar a su residencia al «hombre de chocolate». En esa época –según se cuenta-la élite de la capital española no solía ver ni conocer personas con rasgos negros, siendo esto una increíble novedad para ese linaje de la sociedad hispánica de entonces.
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(El autor es periodista residente en Santo Domingo, República Dominicana).
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