Por José Alejandro Vargas
Entre las dos puertas traseras que permiten el acceso al interior del Centro Cuesta, en la intersección de las avenidas Abraham Lincoln con 27 de febrero, hay un área que se levanta florida con pétalos fragantes que entonan poemas para devolvernos la vida, es como la plenitud que se vuelve jardín para abrir la vereda de los sentimientos, allí las mujeres juntan rosas y gladiolos, tulipanes y jazmines, y con cintas adheridas conforman hermosos arreglos florales cuya estética y perfume satisfacen el alma y deleitan la contemplación.
Cerca de cincuenta años en el mismo espacio, entre las dos puertas traseras que permiten el acceso al centro comercial, cultivando flores para ganarse el sustento en un largo idilio de primaveras compartidas, sin que lo humano pueda distanciarse del perfume que destilan las flores, ni las flores puedan alejarse de las manos benditas que les colman de ternura. Fueron las propias damas que con palabras de gratitud me contaron que se aproximan a las cinco décadas en ese local sin pagar un solo centavo de alquiler, gracias a la generosidad de don José.
Dentro de la plaza del Centro Cuesta hay una importante librería que lleva el nombre de “Cuesta Libros”, es una especie de oasis que le da tregua al intelecto humano en medio del bullicio inevitable que aniquila el sosiego de la cotidianidad, ahí se convocan contertulios que en entusiastas conversatorios exponen libremente sus criterios, dejando entrever que el desarrollo social se nutre de la diversidad del pensamiento y que la globalización de la paz resulta del comportamiento racional del hombre.
Allí se conjugan la sapiencia de jóvenes ideológicamente muy avanzados y las encanecidas sabidurías de célebres ciudadanos que han hecho del cultivo de la ciencia, en sus variadas manifestaciones, su razón de ser existencial, abordando el discurrir de las ideas en el transcurso de la historia y en ánimo de legar a las incipientes generaciones un camino más amplio para comprender plenamente la filosofía de la propia vida, que cada vez se torna más exigente en la búsqueda de la felicidad.
Tan enardecidas resultan a veces las discusiones en ese lugar de esparcimiento literario que por momento parece perderse la solemnidad sugerente de la sana armonía; aunque se trata solo del reflejo de la pasión con que se busca desentrañar los secretos de la naturaleza que por más esfuerzos desplegados por el hombre aún guarda fenómenos que la rigen y que la ciencia no ha podido descifrar, no obstante, los grandes avances experimentados al respecto y el desarrollo progresivo de la humanidad.
De esa librería, dice don José, que no la ve como un negocio, sino como un centro de culto al conocimiento, que fomenta los saberes entre clientes y asociados. Y ciertamente, si el espacio se destinara a otra actividad comercial no habría dudas de que con ello se incrementaría la fortuna que durante largos años de trabajo ha atesorado este próspero empresario; sin embargo, su trajinar por grandes laberintos de dificultades para alcanzar la posición que hoy ostenta le han enseñado que la riqueza material sirve para suplir las necesidades del cuerpo, pero que el sosiego pleno del alma se logra con el conocimiento.
El interior de la librería está adornado con estanterías adheridas a las paredes, soportando tantos libros entre sus haberes que podría decirse que en ese entorno el universo se condensa entre papeles y tinta, pues desde las viejas literaturas de la imaginación mitológica hasta el último invento concebido por la humanidad, podemos encontrarlos en las obras que repletan los anaqueles de esa tienda de literatura que abarca la diversidad del conocimiento, y nos informa hasta del más reciente reducto de la evolución del pensamiento filosófico.
Nunca he conversado con don José, pero me dicen que ya no frecuenta la plaza con la ritualidad que solía hacerlo. Pero, cualquier motivo es entendible para frenar un poco la constancia de la rutina cotidiana, sobre todo, cuando se han dedicado tantos años al trabajo laborioso para darle sentido a la familia y dejar un legado de recordación, no solo con el gesto solidario, sino propiciando la continuidad existencial de un lugar donde se pueden encontrar impresas las ideas de aquellos enjundiosos pensadores que nos trazan las pautas del buen vivir.
Si las buenas obras son las credenciales que eternizan la memoria del hombre, entonces en aquellos que nos suceden descansará la responsabilidad de que nos recuerden, solo bastará con que sigan cultivando la semilla que hemos sembrado.
¡Ojalá se mantenga el legado de don José!
vargasjuez@hotmail.com
(El autor es juez del Tribunal Constitucional, residente en Santo Domingo, República Dominicana).