¿Qué nos da sentido de ser? ¿Si fuéramos una sola cosa, un solo ser, uno solo?
Ya sé que existen los «nómadas solitarios», los «aislados», aquellos que se pierden en una choza perdida en medio de la jungla, los llamados «ermitaños».
Los japoneses llaman a esto «hikikomori» para los que se desaparecen de la sociedad por un periodo largo…
Pero esto no responde a lo que da motivo a este latido. Aquí debemos de suponer que hablamos de «alguien» que nunca ha conocido ni tenido contacto con «alguien».
Un ser que llegó de la nada y se apareció en un lugar donde tampoco hay «nada». Es decir, de la nada a la nada, para que estemos claros.
Bien se dice que cuando «Dios creó a Adán», este se encontraba «aburrido» y triste por su soledad, por lo que Dios tuvo la grandiosa idea de traerle «a Eva». No se le ocurrió traerle a un hermano, sino a una mujer, para que además hicieran sus cositas…
Siendo así, podemos imaginarnos a un Dios, «medio vagabundo», por no decir otra cosa, o podemos también pensar que «eso» de estar creando gente se le iría de las manos, así que «resolvió» el asunto para que uno mismo resolviera…
Pero aquí el asunto no es el de debatir ese dilema, sino en las consecuencias que afrontaría aquel ya mencionado ser que llegó de la nada hacia la nada. ¿Qué hubiese pasado con nosotros?
En primer lugar, no hubiésemos existido, si solo uno de nosotros existiera, pero para poder latir de forma que todos sintamos «el soledaso», es menester hacernos protagonista del personaje.
Digamos que fue usted o yo el que llegó aquí sin más nadie que uno. Sin nadie con quien conversar, pelear, amar, odiar, joder, reír… Etcétera.
Llega a este lugar maravilloso llamado tierra y se da cuenta de que ¡todo! Le pertenece, absolutamente todo; para donde quiera que mire, vaya o vuele, es suyo. O mío.
El mar, los ríos, las montañas. Se va a pasear y se deleita del todo. Ya a los 30 días de andar, está harto de toda «esta abstralidad» que le rodea. Empieza a perder el sentido de tanto. Y nada, porque andar en lo mismo se convierte en «algo transparente».
Comienza a mirar a su interior, buscando un sentido a su existencia y de ¡casualidad! Logra ver un reflejo de sí mismo en las aguas de un río manso.
Empieza a reconocerse y «ya sabe» cómo es su forma; no deja de pensar en ella y entre sus vigilias y sueños, comienza a «balbucear» tratando de hablarse a sí mismo.
Aquella forma tiene un rostro que es él, pero como no puede estar frente al río constantemente, se la imagina y se la sueña como la vio, y para no decir, que descubrimos al primer loco de la historia, le vamos a permitir que se hable a sí mismo, en otras palabras, «que tenga un amigo»…
Cierto que este latido es de los más locos que he escrito…
¡Bueno! El hombre «aprende a hablar» desde su propia lógica, y va diariamente al río a conversar con «su amigo» para contarle como fue su día. Lleva su taza de café, su cigarrito y hasta su silla y allí se sienta deleitosamente.
Hay días en que la corriente está intensa y el pobre hombre no puede verlo, así que «se le ocurre» «sacar a su amigo del río» y oculta, bajo su camisa, un balde grande.
Aprovechando un día que el río está calmado, de repente introduce el balde y al sacarlo lleno de agua, mira como su reflejo; a medida que el agua se va calmando, poco a poco va adquiriendo forma.
Satisfecho de su hazaña, se lleva a su amigo hasta su casa y así, en compañía, va creando el nuevo lenguaje que inventa el ser humano. Un gran avance y «una modalidad» que le dará «el mismo status» a la «vocería» del resto de animales.
El soliloquio se hace exigente y termina por derramar el agua ante el silencio «del amigo». Regresa al río, días más tarde, ante la inquietante soledad que ha descubierto al crear al otro…
Es por esto que ha llenado su casa de baldes y en cada rincón que pasa allí está el rostro de un amigo. Aunque todos se parecen, no duda en darles nombre a cada uno y así se llena de felicidad al tener, precisamente, la casa «llena».
Cuando nos alejamos de todos, nos encontramos con uno mismo. Es allí donde el drama se hace intenso, ya que resulta incómodo ese yo interior cuando no se está acostumbrando a conocerle.
Cuando uno viene de una sociedad de tanto y tantos prototipos de ser, tiende a perder lo que no sabe que se tiene. Y es precisamente al descubrirse que uno puede caer en el vacío o en la luz cercana a la iluminación.
¿Pero para qué iluminarse? ¿Para qué dejar de ser lo que se es en esta dimensión presente? No tiene sentido salirse de donde estamos por no saber, precisamente, donde estamos.
El sentido de lo que somos, nos lo damos todos al compartir y entremezclarnos en relaciones que dan sentido a la existencia, así se mantenga el misterio de la misma.
Yo sin ti no soy nada, pero contigo «soy algo» que complementa a «ese soy» que busca encontrarse. Al final terminamos en la nada que nunca alcanza «la verdad».
Una verdad creada al lado del río, con un cafecito y un cigarrito que dan placer a la existencia. ¡Salud!. Mínimo Sintiero.
massmaximo@hotmail.com
(El autor es artista plástico dominicano residente en West Palm Beach, EEUU).