Reflexiones en campaña #30
Al inicio del año 1979 mi padre acordó con mi madre enviarme a una escuela militar, a ver si me trataban lo desaplicado, dado que mi principal interés, desde niño, fue la política. Incluso pensaba que la agitación opositora seguía aunque, supuestamente, ya habíamos llegado al gobierno y eran, por tanto, tiempos de Paz.
Deslumbrado mi Padre con su relación de amistad con el General Omar Torrijos, comandante en jefe de la guardia nacional de Panamá, en una de sus conversaciones le dijo, casualmente, que había constituido un instituto militar. De inmediato mi padre puso tanto interés en el asunto, que le inquirió acerca de si yo podía estudiar allá, en el entendido de que un poco de disciplina y de conocimiento en las artes militares no me vendría mal. Torrijos, reconociendo en mi padre a uno de sus más estrechos asesores, accedió diciéndole que era la petición de un hermano, que me trataría como un sobrino. A los pocos días de esa conversación estaba yo camino a la república istmeña, mi segunda patria, para ser miembro del «Instituto Militar General Tomas Herrera.»
Siendo un jovenzuelo espigado, de 6 pies de estatura, al llegar fui enviado a tomar el curso básico militar a la unidad especializada «Macho de Monte», donde conocí lo que era la vida militar. También me hicieron miembro de la Guardia Nacional y me asignaron a la escolta del Comandante en Jefe.
Si estaba en la ciudad de Panamá pernoctaba en un apto al lado de la casa del General Torrijos y si me encontraba en el interior, en la base militar de «Río Hato». Aprendí a manejar todo tipo de armas, orden cerrado, pasé entrenamientos especializados y sufrí la férrea disciplina militar, cosa que de verdad me fascinaba aunque a mi madre no. Aprendí que ser guardia es de por sí una escuela, aquí y en todo el mundo, de manera que se aprende rápido el origen de máximas como «el guardia lo que no sabe lo inventa» o «el guardia sabe leer al revés.»
Me tocó varias veces hacer servicio en la casa de Mi General Torrijos y, pese a la disciplina obligada, me trataba con afecto. Las veces que hablé con él, salía asombrado de un hombre con tanto poder pero tan humilde, tan campechano, un líder del que todas sus acciones son anecdóticas. Para mí, se trató de un hombre sin par, de un liderazgo atípico que tenía una conexión única con el pueblo.
Naturalmente, estando en su casa conocí a sus hijos, Omar José y Martin Torrijos, quien llegó a la presidencia de su país y quienes por aquellos años estudiaban en una escuela militar en Estados Unidos. Desde que nos conocimos nos hicimos inseparables. Teniendo todos nosotros casi la misma edad y siendo ellos tan sencillos como su Padre, se creó entre nosotros una empatía que derivó en amistad sincera, que todavía conservamos.
Solo duré dos años en Panamá. Mi madre decía que mi vocación era la política, de manera que desde el regreso me encontré inmerso en la campaña de Salvador Jorge Blanco. En el año 1981 me pidieron que juramentara una zona del Partido Revolucionario Dominicano en la Isla de Santa Cruz, parte de las Islas Vírgenes americanas.
En esos menesteres me encontraba cuando, en medio de una reunión y tarde en la noche, recibí una llamada de papa, que con profunda tristeza y desazón me dijo: «Mi hijo, nos juntamos en Panamá: desapareció el avión del General Torrijos.» Quede estupefacto al comprobar que este hombre al que tanto apreciaba y admiraba, ya no estaría más entre nosotros.
Llegue a Puerto Rico y tome un vuelo de Air Panamá. En todo el trayecto iba pensando sobre el lugar de la desaparición del aparato y en los acompañantes de mi General, todos mis amigos: el cabo Jaime Correa y el Sargento Ricardo Machazek entre ellos. En el avión siniestrado había realizado un par de viajes y sabía que era una verdadera batidora aérea… a lo que se sumó el hecho de que la zona donde desapareció, llamada «Coclesito», era muy selvática y por lo común con pésimo clima.
La desaparición ocurrió el 31 de julio de 1981. Nunca había visto conjugadas la enorme tristeza del pueblo con el cielo plomizo y una lluvia pertinaz, como si fueran lágrimas de luto por la muerte de hombre tan insigne. Corría el día primero de agosto de 1981. Todos, el gobierno y los militares, sabían que Torrijos era insustituible.
Al final el Estado Mayor de la todavía |Guardia Nacional hizo un acuerdo para evitar un rompimiento del orden y conservar los mecanismos institucionales de traspaso interno del mando, acuerdo mediante el cual se elegirían algunos de los principales discípulos y subalternos de Torrijos siempre que estuvieran en el escalafón, resultando señalados el Coronel Florencio Flores, que asumió la comandancia de la Guardia Nacional hasta el arribo al poder del Coronel Rubén Darío Paredes. Éste se propuso abandonar la milicia para convertirse en presidente (civil) postulado por el Partido Nacionalista Popular, todo ello con el supuesto apoyo de Manuel Antonio Noriega, pero tan pronto renunció Paredes, Noriega asumió el liderato militar y político de Panamá.
En diciembre de 1969 Noriega, con rango de Mayor y quien a la sazón dirigía la zona militar de Chiriquí, fue pieza clave para la reintroducción del General Torrijos a Panamá desde México, país en el que se encontraba al ser momentáneamente depuesto por insurrectos militares. A partir de ese momento Noriega fue ascendido a Teniente Coronel y Jefe del G-2, el organismo de seguridad del Estado, cargo que conservó hasta la muerte del General Torrijos.
Torrijos tenía un sentido práctico del momento. Sabía que Panamá necesitaba un gobierno civil. Él sabía que debía proteger su obra cumbre, la devolución del Canal de Panamá –que él llamaba «La Quinta Frontera» y que estuvo bajo control de los Estados Unidos durante 85 años, desde su construcción hasta la entrega formal al gobierno panameño el 31 de diciembre de 1999–. Era un líder natural, con un agudo olfato político.
Mi padre era uno de sus más apreciados asesores, como en su momento lo fue también Felipe González, el carismático líder español. Ellos eran de sus aliados más queridos, y eso que por su casa de Panamá desfilaba todo el mundo político latinoamericano y se mediaba en los conflictos más intrincados de la zona, incluyendo los de la convulsa Centroamérica.
Para 1983 me desempeñaba como enlace entre los asuntos del Partido y del Gobierno para fines de designaciones de compañeros. Tuve una recaída abrupta de mi salud y el Presidente Jorge Blanco me designó Cónsul General en Panamá, dados mis vínculos en esa nación con los dirigentes del Partido Revolucionario Democrático (PRD-panameño) y particularmente con los militares, pues conocía prácticamente a todos los que fueron cercanos del General Torrijos.
Cuando me volvieron a ver de broma me decían ¡Peñita no, Honorable!, bromeando con mi cargo diplomático. Con la llegada de Noriega habían ocurrido cambios profundos, dando inicio un proceso de modernización de los estamentos militares, comenzando por el cambio de nombre de «Guardia Nacional» a «Fuerzas de Defensa.»
Se sentía, se apreciaba que, a diferencia de los anteriores jefes después de la desaparición de Torrijos, el General Noriega tenía un mayor control y más rigidez en los asuntos políticos. A Noriega se le conoció como un «súper espía», como el mejor experto en inteligencia en América Latina. Se acoplaba a las circunstancias y le servía a varias causas a la vez, cosa dificilísima de hacer pero, muy al contrario de lo que se piensa, la mayor parte de sus problemas con los Estados Unidos comenzaron por su negativa, al menos en dos ocasiones, a hacer «servicios» en contra de aliados internacionales del torrijismo, como el caso del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
El segundo en las Fuerzas de Defensa lo era un primo hermano de parte de madre de Torrijos, el Coronel Roberto Díaz Herrera, Jefe de Estado mayor, de quien todos pensaban que llegaría a Comandante en Jefe por los acuerdos de rotación que en función del escalafón y tiempo de servicio le debería tocar. Quienes conocíamos «de adentro» la guardia sabíamos que eso no ocurriría, que Manuel Antonio se quedaría y pasaría ser el «hombre fuerte de Panamá.»
De algo le había servido estar al frente de los servicios de seguridad por tantos años. Era un militar de los «duros», de los que no se ablandan ante nada. La prueba de lo que digo es que falleció hace poco pero se llevó a la tumba casi todos los secretos de su vinculación con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos y con la comunidad internacional de seguridad.
En esos momentos, en Panamá los militares mandaban más que cuando el General Torrijos ejercía el poder. No se apreciaba mucho lo que él llamó «el repliegue» –la creencia de que los militares debían volver para los cuarteles y los civiles para el Gobierno–. Esas convicciones a Torrijos le llevaron a designar una legión de asesores y colaboradores de primera, la mayoría de izquierda no radical, casi todos jóvenes altamente calificados, entre ellos uno a quien escogió para Presidente de la República, el Dr. Arístides Royo, uno de los más inteligentes y cultos oradores que ha tenido Panamá y quien hoy es Director de la Academia Panameña de la Lengua y Ministro para los Asuntos del Canal.
Mi padre fue uno de los constructores del Partido de Torrijos, contribución que fue una de las razones determinantes para nombrarlo Partido Revolucionario Democrático (PRD), en honor al PRD de aquí, que hoy está en el gobierno. Pero en 1983, cuando inició la «era de Noriega», si bien muchas cosas cambiaron para bien, no era fácil calzarse las botas de Torrijos. Comenzaron las contradicciones por el poder, imperaban visiones conflictivas sobre asuntos en los que debía imponerse el acuerdo y ya se intuía que las cosas no terminarían bien. Pese a la bonanza económica, las grandes obras realizadas, la fortaleza del PRD y la mística torrijista que impregnaba el sentimiento de las clases populares, pese a todo ello, se estaba pasando de una «dictablanda» de Torrijos a una «dictadura» de Noriega.
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